Incubado desde los inicios de la Modernidad, hemos sido herederos de una determinada filosofía de la historia, presente en la Ilustración, según la cual la historia caminaría en un constante progreso hacia mayores cotas de racionalidad en todos los órdenes y un avance continuo hacia lo nuevo, hacia un futuro mejor. La realización de la libertad y el moderno Estado de derecho se encontrarían al final de un tortuoso y largo camino dirigido astutamente por la razón, según el planteamiento hegeliano o, en otras versiones, por fuerzas que también inevitablemente abocarían a la emancipación del ser humano (Engels, Marx). Esta fe en el progreso, en la perfectibilidad del ser humano y en la capacidad liberadora de la razón, sin embargo, no ha dejado de ser cuestionada a lo largo del siglo XX a la vista de los terribles acontecimientos vividos. Finalmente ha sido aceptado el agotamiento de las fuerzas renovadoras que se habían vislumbrado en el programa de la Modernidad.
En efecto, si podemos señalar en moral dos momentos significativos de su nivel más bajo y más elevado, en el primero situaríamos aquel en que un ser humano es capaz de quitarle la vida a otro; así como en el segundo, sin pudor, señalaríamos cuando alguien es asimismo capaz de entregar su propia vida por salvar otra. Si estos momentos señalan el mínimo y el máximo, podemos decir que en la historia y en nuestro tiempo, se han dado acontecimientos representativos de ambos, con más peso del segundo que del primero, lo que nos obligaría a cuestionar ese llamado progreso moral tan optimistamente alardeado y presente en la filosofía de la historia. Y si no hay progreso moral, tampoco, en consecuencia, lo hay político.