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lunes, 18 de julio de 2011

El disenso ético expresado en el movimiento 15-M: una apertura posilustrada desde los márgenes de la Modernidad.




Incubado desde los inicios de la Modernidad, hemos sido herederos de una determinada filosofía de la historia, presente en la Ilustración, según la cual la historia caminaría en un constante progreso hacia mayores cotas de racionalidad en todos los órdenes y un avance continuo hacia lo nuevo, hacia un futuro mejor. La realización de la libertad y el moderno Estado de derecho se encontrarían al final de un tortuoso y largo camino dirigido astutamente por la razón, según el planteamiento hegeliano o, en otras versiones, por fuerzas que también inevitablemente abocarían a la emancipación del ser humano (Engels, Marx). Esta fe en el progreso, en la perfectibilidad del ser humano y en la capacidad liberadora de la razón, sin embargo, no ha dejado de ser cuestionada a lo largo del siglo XX a la vista de los terribles acontecimientos vividos. Finalmente ha sido aceptado el agotamiento de las fuerzas renovadoras que se habían vislumbrado en el programa de la Modernidad.

En efecto, si podemos señalar en moral dos momentos significativos de su nivel más bajo y más elevado, en el primero situaríamos aquel en que un ser humano es capaz de quitarle la vida a otro; así como en el segundo, sin pudor, señalaríamos cuando alguien es asimismo capaz de entregar su propia vida por salvar otra. Si estos momentos señalan el mínimo y el máximo, podemos decir que en la historia y en nuestro tiempo, se han dado acontecimientos representativos de ambos, con más peso del segundo que del primero, lo que nos obligaría a cuestionar ese llamado progreso moral tan optimistamente alardeado y presente en la filosofía de la historia. Y si no hay progreso moral, tampoco, en consecuencia, lo hay político.


Las formas de Estado, la división de poderes, el desarrollo de los sistemas democráticos, no han ido en la dirección esperada de hacer más efectiva y real la participación ciudadana y el gobierno del pueblo. Antes bien, la lejanía entre representantes y representados parece incrementarse situándose cada vez más lejos del horizonte que cabía suponer en las concepciones progresistas de la historia. En realidad, lo que la historia nos ha deparado en el terreno de la moral y de la política, han sido situaciones de reconocimiento de las exigencias morales y políticas, y situaciones de retroceso de las mismas. Estas exigencias morales y su correlato políticas, dieron lugar tanto a los derechos civiles y políticos como del Estado de derecho. Fueron formuladas por el movimiento ilustrado frente al Antiguo Régimen, recogiendo las demandas de la burguesía, hasta alcanzar el consenso social que permitió su implantación en las sociedades occidentales. Posteriormente el movimiento obrero exigió el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales. El Estado social de derecho, el Estado del bienestar, fue la consecuencia del nuevo consenso social. Pero el reconocimiento de dichos derechos no se producía sin también, a la par, notables retrocesos con la misma intensidad, tales como las dictaduras, fascismos y totalitarismos que han plagado nuestra historia reciente.


Pero como decíamos, en los últimos años, se está produciendo un alejamiento e importante desafectación entre representantes y representados que cuestionan los modelos de democracia representativa existente en los países de Occidente. Movimientos disidentes como los protagonizados por el movimiento de los indignados, también conocidos por 15-M, han vuelto a señalar el retroceso moral y político al que asistimos en nuestros días. No reivindica nuevas formas de Estado, no exige nuevos derechos, simplemente ha señalado a nuestras sociedades, a los modelos que, tras la 2ª guerra mundial, concitaron amplios consensos, como incapaces de hacer efectiva y real la democracia, como sistemas que han retrocedido en las aspiraciones al reconocimiento de la dignidad humana. No se exigen, por tanto, nuevas formas de Estado o sistemas sociales que inaugurarían un estadio nuevo en la historia. Es un movimiento posmoderno que, no siendo antiilustrado, su aspiraciones apuntan una afirmación vital de la dignidad que va más allá de los planteamientos racionalistas. Desde el propio seno de la Ilustración aspira a superarla recreando el ideal de una dignidad humana; pero de una dignidad que no puede olvidar la incardinación de la razón en la vida, en la vida de cada cual, una razón viviente y sintiente, como nos recordaban Ortega y Zubiri. La crítica al sistema, al modelo de Estado y democracia, al dominio del mercado y al tratamiento del ser humano como mercancía no se hace en la perspectiva de su sustitución por nuevos sistemas y nuevos modelos de Estado. No propone una sustitución rupturista como las acaecidas en nuestra historia, ni es portadora de ninguna verdad que aspire a explicar la realidad o constituir políticamente nuestra sociedad. No es un destino de la historia, no es su telos, ni una de sus etapas, ni apunta al futuro; es una forma de convivir en ella desde el presente. Es una afirmación de la vida, la vida digna, aquí y ahora.

El movimiento de los indignados reclama una aspiración ahora que también ha palpitado en otras circunstancias, porque esa aspiración es radicalmente humana y no está presa de una filosofía de la historia. El movimiento libertario ha sido expresión de ella, como disidencia humana, moral y social en diferentes momentos y tendría su continuidad. La reclamación de solidaridad, el ejercicio real de las libertades individuales frete a las relaciones de poder, el sentido positivo de libertad (libertad para) y el poder de la ciudadanía frente al mercado, oligarquías y el Estado como su instrumento es un hilo conductor que atraviesa el siglo XX y que ahora vuelve a resurgir.

Frente a las filosofías de la historia que ven a la sociedad, la moral y el derecho en continuo progreso superando etapas que nos conducirían a un final, que algunos autores, como Fukuyama y Huntington, creen localizado en la sociedad y Estado liberal de nuestros días, no se apuesta por otro estadio que sustituya este, siguiendo la lógica de la historia, sino por la superación de cualquier relación de poder basada en la cosificación y mercantilización del ser humano. No es, por tanto, una disidencia estructural y clasista, sino subjetiva y transpolítica, es una disidencia moral. Es verdad que no hay política sin ética ni ética si consecuencias políticas, pero al ser transpolítica, carece de proyecto y de partido, para la sustitución del sistema; por ello, no es antisistema. Afecta a todo el cuerpo político porque es una exigencia de regeneración ética de las relaciones sociales y de la vida pública. En ese sentido, no acepta las consecuencias del neoliberalismo que impera en los países occidentales. Alejado, por tanto, de cualquier doctrina política, ni planteando ninguna utopía ni destino de la historia, es una disidencia que surge desde los márgenes de la Modernidad, posilustrada, que reivindica y afirma la vida humana en nuestro presente.







Francisco del Río



Profesor de Filosofía

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