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lunes, 27 de junio de 2011

El movimiento 15 M: una crítica al sistema, una reivindicación de la democracia.




El movimiento 15 M : una crítica al sistema, una reivindicación de la democracia.
Desde la Ilustración, más allá de la Ilustración.
El movimiento de los indignados ha situado en primer plano un clásico problema que los pensadores ilustrados esbozaron ya durante el siglo XVIII. En efecto, el ideal de plena racionalización del conocimiento, la sociedad y el ser humano, el reconocimiento de su dignidad con el objetivo de avanzar hacia una humanidad en libertad, en un orden social justo, constituyó el eje central que inspiró buena parte de la producción filosófica del movimiento ilustrado.



Uno de los filósofos ilustrados de mayor influencia, I. Kant, había planteado la necesidad de que el ser humano saliera de la “minoría de edad”, de la heteronomía y falta de verdadera libertad superando las constricciones, civil (Estado) y de la conciencia (por la religión o las normas sociales); es decir, aquellas situaciones de dependencia y sumisión que le impedían el ejercicio real de la autonomía. Con su célebre frase “Saupere aude” (atrévete a pensar por ti mismo), Kant proponía para lograr la Ilustración la más mínima de todas las libertades, la de hacer uso de la propia razón. Una razón que sometiera a crítica todos los aspectos de la realidad y a sí misma, una exigencia de clarificación de lo que el ser humano es, sobre sus últimos fines e intereses. No en vano, las célebres preguntas kantianas “¿qué puedo conocer?”, “¿qué debo hacer?”, “¿qué me cabe esperar?”, se engloban en aquella otra “¿qué es el ser humano?”. En definitiva, una clarificación racional al servicio de una humanidad más libre, más justa, mejor encaminada a la realización de los últimos fines.


Respondiendo a la segunda pregunta, “¿qué debo hacer?”, pregunta cuya respuesta compete a la ética y en la que se propone el marco normativo que orienta el comportamiento humano, Kant aceptará como moralmente valiosas aquellas acciones realizadas por deber; acciones realizadas por respeto y sometimientos a la ley. Esta ley, la ley moral, se expresa mediante el conocido imperativo categórico. Kant presenta diferentes formulaciones del mismo. Pero el transfondo del imperativo no deja de ser el mismo. Hágase lo que se haga, sea esta u otra norma la que nos prescriba, tiene que ser algo que queramos que sea válido para cualquier ser humano al mismo tiempo. Y si queremos que sea válido para todo ser humano, ningún ser humano puede, en consecuencia, ser utilizado como un instrumento para que pueda conseguirse otro fin, como nadie quisiéramos serlo en manos de otras personas. En unaa de las formulaciones, Kant lo explicita aún más si cabe: “Obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona, como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca meramente como un medio”. El ser humano, en tanto que racional, es un fin en sí mismo y no tiene precio; y lo que no tiene precio está dotado de dignidad. En efecto, las cosas tienen precio y pueden utilizarse para muy diversos fines, sean usos, intercambios o para el consumo. Pero el ser humano, al no tener precio, no puede utilizarse como medio o instrumento, como las demás mercancías, sino que está dotado de dignidad.


Despejado el horizonte de la dignidad humana, la comunidad ética, comunidad de seres respetados como fines en sí mismos, unión de seres humanos bajo meras leyes de virtud, siendo parcial y voluntaria, aunque con aspiración a su universalidad, si es viva y dinámica, habrá de operar permanentemente sobre la comunidad política, el ordenamiento jurídico-político, induciendo a su mejoramiento. El optimista progreso moral, que Kant y los ilustrados sostenían, se vislumbraba en ese utópico horizonte emancipatorio, tal vez inalcanzable, pero que funcionaba como motor y, también, como meta de la historia. Pero la historia no avanzó por esos derroteros.



Poco después, durante el siglo XIX, Karl Marx criticó el optimismo de los ilustrados denunciando el carácter meramente formal de los derechos conseguidos y plasmados en declaraciones y textos constitucionales. Estudió la cosificación de le esencia humana, del ser humano tratado como cosa bajo el sistema capitalista. Reducido a la condición de fuerza de trabajo, extrañado en el producto de su trabajo, el ser humano, la su clase social mayoritaria, el proletariado, se encontraba deshumanizado, alienado y sometido. También para Marx, con la superación del capitalismo, y con el comunismo como vector o fin hacia el que se dirige la historia, el ser humano desalienado alcanzaría el esperado reino de la libertad saliendo del reino de la necesidad y dando fin a la prehistoria de la humanidad. Con la acción del proletariado se aceleraría el proceso histórico que finalmente haría realidad la emancipación del género humano. Pero Marx, que había pretendido ir más allá de la Ilustración en su análisis materialista de la sociedad, la historia y la conciencia, también pecó de optimista al situar el comunismo como la utopía hacia el que marcha la historia. Pero esta utopía no ha pasado de ser más que la brújula y el principio de esperanza para sectores oprimidos de la población. El devenir histórico siguió inexorable bajo el capitalismo y las tesis liberales sirvieron de marco teórico e ideológico para justificar el orden social.


Siguiendo la estela de A. Smith, la sociedad civil fue entendida como un sistema comercial en el que individuos libres y autónomos, no sometidos a la coacción del Estado, establecían relaciones económicas en las que cada cual buscaba satisfacer sus propios intereses. El resultado de la competencia entre individuos era una constante mejora de la que se beneficiaría el conjunto de la sociedad. El liberalismo político tuvo una gran aceptación por cuanto la defensa de las libertades individuales, y el reconocimiento de derechos, fueron reconocidos como conquistas morales frente a estadios anteriores. Sin embargo, la oposición mostrada a la intervención del Estado en el control y regulación de la economía, actividades que consideraban propias de la sociedad civil, derivó en otras propuestas que pretendían suavizar las tesis del liberalismo, no dejando al mercado y los individuos que en él compiten expuestos a las turbulencias de las crisis cíclicas que el capitalismo generaba. Pero en lo esencial, estas propuestas de corte keynesiano no se separaron del liberalismo político, sino de la otra forma de entender el liberalismo; es decir, como liberalismo económico.


El liberalismo, como planteó de uno de sus mayores representantes, S. Mill, defendió la dignidad del ser humano y el respeto que merece por ser la libertad la esencia del ser humano, por lo que la libertad política y social es un bien en sí. Por ella, puede el ser humano enriquecerse y progresar en todos los órdenes de su vida. Pero el individualismo, al que dio lugar el liberalismo, fue un individualismo posesivo o propietarista, siguiendo la tradición de Locke, que, en tanto que portador de derechos y que el Estado debe respetar y proteger frente a terceros, hizo imposible alcanzar el objetivo del mismo esquema básico de libertades para cada individuo así como la igualdad de oportunidades. La configuración social devino en unas estructuras sociales y económicas que impedían a amplios sectores de población acceder a los recursos y al ejercicio real de las libertades. En la práctica, los individuos no situados entre las élites sociales quedaron al margen de la toma decisiones, siendo instrumentalizados por la dirigencia política y económica en función de los intereses en juego.


En 1948, “La Declaración Universal de los Derechos Humanos”, que recogía, fundamentalmente, los derechos civiles y políticos, también llamados de 1ª generación, y los derechos económicos, sociales y culturales, de 2ª generación, fue suscrita por una mayoría de países. Estos mismos derechos fueron plasmados en sus respectivas constituciones. Hubiera parecido que, por fin, era el reconocimiento de las exigencias morales demandadas en los últimos siglos y que situaban la dignidad humana como centro de ellas. Como si el esperado progreso moral de los ilustrados, hubiera conseguido ser ya una realidad.


Pero tras el siglo XX, un siglo que no precisamente podemos caracterizar como de progreso moral y de respeto a los derechos humanos (Auschwitz, Gulag, Hiroshima, genocidios, hambruna, etc.), el decenio transcurrido en este siglo XXI ha puesto de manifiesto dos cosas: En primer, que la ofensiva neoliberal, sin el contrapeso que supuso la existencia de la Unión Soviética, y que fue impulsada por M. Thatcher y R. Reagan, ha proseguido sin solución de continuidad, durante los años de bonanza económica y, ahora, en la crisis. La concentración de la riqueza en pocas manos (250 familias poseen el 49 % del PIB mundial), y el paulatino desmantelamiento del Estado del bienestar con vistas a la liberación de recursos para continuar con el proceso de acumulación del capital, han sido las consecuencias de la aplicación estas políticas. En segundo lugar, y como la otra cara de la moneda, los amplios sectores de población excluidos de los ámbitos de decisión, han visto reducidos en la práctica real derechos reconocidos sobre el papel. La condición humana, la dignidad inherente a ella, nunca dejó de ser más que una mercancía para las élites económicas. La crítica de Marx, a quien ya pareció insatisfactoria la propuesta kantiana, ha estado velada por la función encubridora y justificadora de las teorías neoliberales. El individuo como sujeto moral y político, autónomamente constituido, ha devenido en una quimera. Frente a él, la realidad se nos impone como un conjunto difuso de centros de poder que determinan socialmente la vida real de individuos y grupos, gravitando su existencia en función de intereses económicos y dictados políticos asumidos por los profesionales de la política y aplicados como incuestionables dogmas.


La tensión entre lo real y lo formal, lo que es y lo que debe ser, vuelve a brotar con inusitada fuerza en nuestro contexto europeo. Está en juego la consideración del ser humano como mercancía o el reconocimiento real de su dignidad. Esta contradicción dialéctica se ha agudizado de tal manera que han caído las máscaras y ha mostrado su verdadera faz. Stephane Hessel, uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, avanzó en su librito “Indignaos” esa realidad contradictoria que la población sentía, que se estaba viviendo. El movimiento 15-M, “Democracia real, ya”, etc. son la cara visible de unas propuestas que pueden ir más allá de las ideologías y teorías que no han podido lograr el ideal emancipatorio con el que nacieron; el movimiento de los “indignados” tiene que ir más allá de un proyecto no realizado.







Francisco del Río


Profesor de Filosofía

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