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domingo, 29 de enero de 2012

De la particularidad y la heteronomía a la individualidad y autonomía, de la masa al pueblo (I).



He planteado en otras ocasiones la buena aceptación de las reivindicaciones del movimiento 15-M. Este movimiento, o el de la indignación a nivel mundial, es el último intento en marcha, con características diferentes, de renovación social y moralización del poder político. Sin embargo, esa aceptación social no ha dado lugar, como consecuencia, al surgimiento de un individuo moralmente autónomo que desvele los discursos ideológicos y las formas vigentes de poder social y político, que se imponga la tarea de un nuevo modelo de sociedad basado en la democracia y la dignidad del ser humano contra las mistificaciones de las relaciones de producción, la tiranía de los mercados y la mercancía. Y en ello ha radicado la momentánea, o, si se quiere, aparente freno, al impulso inicial del movimiento. En efecto, aún no ha eclosionado ese  individuo que se reivindique a sí mismo frente a las cosas, que se proponga un mundo más habitable, más humano, más de todas la personas.

En esta primera parte analizamos cómo el proceso iniciado en la Modernidad ha agotado sus energías renovadoras y ha debilitado al individuo, ahora configurado como microsubjetividad sometida al dominio de la razón tecnocientífica, alienado en una compleja trama de relaciones de poder, cosificado como mercancía y seducido por el sistema de producción y consumo.



La sensación de que asistíamos al final de una época en el último tercio del siglo pasado, se vio incrementada por el surgimiento de diferentes corrientes filosóficas y pensadores críticos que certificaban el agotamiento y fin del programa de la Modernidad. La posmodernidad que se anunciaba aparecía como un estadio impreciso, diferente y heterogéneo, pero en el que se tenía la constancia de que el futuro había dejado de tener sentido.

Estas críticas hacia dicho programa continuaban y radicalizaban una estela iniciada a mediados del siglo XIX, con autores como Marx, Nietzsche y Freud, autores a quienes el filósofo P. Ricoeur denominara escuela de la sospecha. A pesar de las múltiples diferencias entre cada uno de ellos, a los tres les unía la puesta en cuestión del papel  fundante del sujeto (razón y conciencia) instituido en la Modernidad. Desmitificaron la identificación en la autoconciencia de la certeza subjetiva y la verdad objetiva, la conciencia como lugar donde el sentido y conciencia del sentido coinciden, desde el discurso dominante que se iniciara con Descartes y que alcanzara totalidad final en la filosofía de Hegel. Para los tres maestros de la sospecha, la conciencia es una conciencia falsa, enmascarada o falseada por fuerzas latentes como el interés, el poder o el deseo. Pero los tres van más allá del aspecto destructivo de la conciencia. Lo que queda puesto en cuestión es, sobre todo, esa forma de interpretar el sentido, la realidad y el devenir histórico social que el discurso de verdad de la Modernidad legitimaba. Como dice Ricoeur: “Lo que quiere Marx es liberar la praxis por el conocimiento de la necesidad; pero esta liberación es inseparable de una “toma de conciencia” que responde victoriosamente a las mistificaciones de la conciencia falsa. Lo que quiere Nietzsche es el aumento de la potencia del hombre, la restauración de su fuerza, pero lo que quiere decir Voluntad de Poder debe ser recuperado por la meditación de las cifras del “superhombre”, del “eterno retorno” y de “Dionisos”, sin los cuales este poder no sería más que violencia en este mundo. Lo que quiere Freud es que el analizado, haciendo suyo el sentido que le era ajeno, amplíe su campo de conciencia, viva mejor y finalmente sea un poco más libre y, de ser posible, un poco más feliz”. (Ricoeur, 1970)[1]. Pero en los tres autores el papel protagónico del sujeto se mostraba limitado y disminuido. En Marx, alienado y sometido a la ideología burguesa (“conciencia falsa” producto de una “realidad falsificada”), su liberación dependía del devenir de las estructuras sociales: la ideología en tanto que superestructura, como toda la superestructura jurídico-política e ideológica, se encuentra determinada o condicionada en última instancia por la estructura económica o infraestructura, y sólo a partir de su desarrollo (de las fuerzas productivas) puede surgir el conflicto o revolución social que opere las transformaciones. En Nietzsche, las fuerzas diferenciadoras de la vida se encuentran superadas por el resentimiento y la compasión; lo que la conciencia siente es “la voz del rebaño” y no la libre creación del sujeto que la experimenta. Para Freud, el ego, “el pobre infeliz”, se encuentra sometido por los tres amos (el id, el superego y la realidad o necesidad). Las fuerzas puestas de manifesto en estos autores convertían al sujeto empírico, al sujeto real de carne y hueso, en un débil individuo alienado de sí mismo y de su propio destino. Las posibilidades apuntadas por la filosofía de la sospecha se tornaban en una tarea enorme e incierta. Pero, a la vez, imprecisa y difícilmente abordable desde la ontología y el aparato teórico conceptual legado por la Modernidad.

A partir de la filosofía de la sospecha, a lo largo del siglo XX, surgieron diferentes teorías basadas en la comprensión de las fuerzas ocultas de la actividad consciente: la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, el estructuralismo, posestructuralismo, etc., radicalmente incompatibles con el discurso oficial de la Modernidad y que, además de su cuestionamiento, actuaban como catalizadores subversivos del orden social y la cultura que tuvo en las revueltas de los sesenta su momento álgido.

Desde la primera generación de la escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Marcuse…), el proyecto ilustrado basado en el sujeto moral autónomo, autolegislador, no era más que un espejismo. Más que un sujeto dueño y responsable de sus actos, el individuo moderno habría sido apropiado por ellos y para ellos, sumido a fuerzas que lo reducían a producto. El papel central otorgado a la razón finalmente quedó reducido a razón instrumental; y la sociedad occidental fue configurada por el dominio de la razón tecnocientífica, cuya presencia se extendió y modificó todos los ámbitos de la vida. El positivismo, el liberalismo y el marxismo ortodoxo (aunque entendiera la emancipación a partir de la “inversión” del proyecto hegeliano) celebraron la racionalización y el progreso; pero la Modernidad se agotaba por incomparecencia del sujeto empírico y, por tanto, sin depositario del interés emancipatorio expresado en el proyecto ilustrado.

Por el  lado del objeto, la racionalización de la naturaleza, el control y dominio expresado por la tecnociencia, ha supuesto y provocado una crisis ecológica irreversible al esquilmar los recursos y con la alteración de los equilibrios y ciclos del planeta considerado como ecosistema: desaparición de especies, contaminaciones varias, cambio climático, nuclearización y radiactividad, modificaciones genéticas de consecuencias impredecibles, etc. El mundo, ya inhóspito e inhabitable para una mayoría de población como consecuencia de la profunda desigualdad económica y social, aparece como un lugar sin futuro y en el que, contra el optimismo de los ilustrados, la distopía se hace presente.



Francisco del Río Sánchez
Profesor de Filosofía


[1]Freud, una interpretación de la cultura”. Ed. Siglo XXI. Pag. 35.

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