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martes, 5 de noviembre de 2013

Lo que el ser humano es. El debate naturaleza-medio y los presupuestos de toda ética y filosofía política (1ª parte)




En toda visión del mundo siempre se presupone lo que el ser humano es.

El debate acerca de la caracterización de lo que es la naturaleza humana, si cabe hablar de tal cosa dada la primacía del medio donde se desenvuelve, o en qué medida son las estructuras histórico-sociales quienes conforman la identidad humana, se repite cada vez que nuevos estudios ponen de relieve alguna dimensión del ser humano que resultaba poco conocida.

En algún tiempo, incluso, se le ha tratado de restar importancia o, al menos, se ha obviado dicho debate. Pero lo cierto es que no hay teoría ética o filosofía política que no presuponga una concepción de lo que el ser humano es. Y eso es lo que provoca la recurrencia de dicho debate cuando se producen esas investigaciones o estudios.

Hoy podemos admitir que a todo ser humano, por el hecho de serlo, le es inherente el reconocimiento de su dignidad. Pero saber en qué consiste tal dignidad, nos genera más dificultades. Intuitivamente pensamos que cuando nos hieren o nos utilizan, cuando se aprovechan de nuestra persona, se está degradando nuestra propia dignidad. Y, en efecto, siguiendo la tradición ilustrada y kantiana, podemos entender que se respeta la dignidad del ser humano cuando  este no es considerado como un medio para otros fines, porque ello, entonces, lo convertiría en un instrumento o mercancía; y como toda mercancía, sometida a un valor intercambiable o precio. Respetar la dignidad consistiría, entonces, en considerar al ser humano siempre  como un fin en sí mismo. En consecuencia, esa dignidad, inalienable, tendría que expresarse en unos derechos reconocidos universalmente y que supondrían una barrera infranqueable para quien pretendiera utilizar a cualquier ser humano para sus fines particulares. Este principio universal, defendido desde las éticas formal-kantianas, no deja de presentar ciertas dificultades a pesar de que intuitivamente parece asumible en, al menos, nuestra cultura occidental.



Admitido, por tanto, ese igual reconocimiento de la misma dignidad para todo ser humano, el problema reside en cómo identificar esa dignidad y qué consecuencias normativas pueden desprenderse de ello. Cierto es que dichos contenidos se han reconocido e implementado en un proceso histórico en el que las clases subalternas y emergentes lo han demandado a los poderes sociales establecidos. Pero este proceso no ha sido ni es unilineal y acumulativo, sino que, además de avances y retrocesos, ha establecido líneas divergentes produciendo en ocasiones colisiones entre sí. El derecho de propiedad como derecho natural, reivindicado por los ilustrados, necesariamente tenía que colisionar con el reparto de la riqueza que el movimiento obrero exigía desde el siglo XIX.

Por ello, tanto los derechos como los deberes, desde los grupos sociales que los asumían, pugnaron por su reconocimiento social y establecimiento normativo incardinados en diferentes corrientes filosófico-políticas y teorías éticas que también se expresaban en las ideologías políticas, fuesen conservadoras o progresistas, de raíz cristiana o laicas, liberales o entroncadas en el marxismo. Y estas sustentaban y justificaban, en buena medida, sus diversos planteamientos en la a su vez diferente concepción del ser humano, en lo que entendían acerca de su naturaleza. Hasta la base racional en que se fundamentaba el principio universal de humanidad no ha podido mantenerse sin más, a `pesar de la indudable importancia adquirida como fundamento de los derechos humanos y encontrarse plasmada en los principios constitucionales de numerosos países, surgiendo otras explicaciones de tipo histórico-social que relativizan su alcance racional por más que lo mantengan como aspiración, como veremos a continuación.


De la naturaleza fija y dada a la página en blanco.

Desde la tradición aristotélico-tomista (el escolasticismo) se defendió una misma y común naturaleza humana sometida a la ley natural. De las tendencias comunes de la ley natural, entendidas como tendencias que orientan hacia un fin, podrían deducirse las normas que todo ser racional tendría que respetar. Así, la naturaleza humana permanecería inmutable a lo largo del tiempo y la dignidad se expresaría en el reconocimiento de los derechos naturales que la ley positiva salvaguardaría en una sociedad justa. En buena medida, las religiones del Libro asumen la existencia de tal ley natural, aunque en estos casos, introducida por el dios-creador en el propio ser humano.

También durante el Renacimiento y en los inicios de la Modernidad  se continuó hablando de ley natural y derecho natural (Jean Godin, Hugo Grocio, etc.) aunque rechazando la fundamentación teológica. Entre los ilustrados surgieron diferencias respecto a lo que consideraban tendencias naturales y los derechos naturales que les corresponden y que todo ser humano posee. Principalmente se cuestionó la supuesta sociabilidad natural del ser humano, y se postuló que la entrada en sociedad y la fundación del Estado era el resultado de una convención o contrato exigido para conciliar tendencias naturales antisociales, como la agresividad o el egoísmo en Hobbes. O de forma diferente en Rousseau, para quien el ser humano, movido por la piedad natural, la propia de un ser humano bueno en su estado de naturaleza (el buen salvaje), le impulsaría a pretender la vida en común para el apoyo mutuo. En Locke, a pesar de que el entendimiento humano es una página en blanco, en el estado de naturaleza los seres humanos cuentan con un sentimiento natural, una ley moral descubierta por la razón. De esta ley natural, que impone unos límites a la conciencia y a la conducta, se deducen los derechos naturales que el ser humano posee, como el derecho de propiedad.

Puede decirse que, en general, sobre lo que debía ser el individuo en el sentido moral y cómo debía organizarse la sociedad, se proponía ello como algo que podía deducirse de la propia naturaleza racional humana, así como también lo que le convenía para facilitar la vida en sociedad. Así estaba planteado desde los filósofos griegos (Platón y Aristóteles) y continuaría en el escolasticismo. Los pensadores de la Modernidad se mantuvieron también en ese esquema. Pero a la par, empezaron abrirse algunas fisuras a la hora de caracterizar el entendimiento humano, precisamente lo que tradicionalmente se asumía como lo que diferenciaba al ser humano del resto de los animales. Se hacía necesaria, por tanto, una clarificación para saber en qué medida podía seguir hablándose de  qué le convenía en tanto que ser humano. Surgió la tesis en algunos empiristas (en Locke, como ya hemos dicho anteriormente, aunque ya había sido sugerido por el propio Aristóteles) según la cual el entendimiento era una página en blanco (tábula rasa) sobre la que se podía escribir cualquier cosa; es decir el ser humano era maleable y se formaría según el medio donde se desarrollara. En qué medida es el medio quién determina a las personas, y en qué medida lo que cada cual es se debe a su propia naturaleza biológica, eran preguntas de las que también iban a depender las propuestas morales, los modelos de vida buena y, en general, los ideales a los que los seres humanos podían aspirar.

El modelo cartesiano, que sostenía la existencia de una mente o alma racional, sustancia (res cogitans) diferente al  cuerpo (res extensa), y desde la que se podían tomar decisiones sin depender de la biología, desde el siglo XVII se extendía por el continente europeo (a la vez que las anteriores) con orientaciones en el diseño de la vida moral y social. Sobre la base de este hipotético ”fantasma de la máquina”, como denomina Pinker (S. Pinker 92[i]), el racionalismo cartesiano confluía en la práctica en numerosas ocasiones con las tesis anteriores de “la página en blanco” o “el buen salvaje” en el pensamiento occidental[ii].


Historicidad y fuerzas constituyentes.

El planteamiento teórico acerca una naturaleza humana común seguía estando presente, aun cuando la propuesta cartesiana o la “página en blanco” se extendían en el pensamiento político[iii]. Pero también durante el siglo XIX surgieron otros análisis que mostraban una aproximación diferente respecto a la comprensión del ser humano. La importancia del medio, contra lo que en ocasiones ha podido parecer, pivotaba en la teoría darwinista de la evolución: la adaptación al medio guiaría el curso de la selección natural y el ser humano, lo que era en cada momento, no era más que producto de esa adaptación. Por otro lado, Marx mostró que la esencia del ser humano viene determinada, en tanto que ser natural, por su dependencia de la naturaleza mediante el trabajo; no en vano el ser humano se diferencia de los animales desde el momento que tiene que producir sus propios medios de vida. Para Marx, es la actividad práctico-productiva lo que constituye su esencia. Con la primacía determinante de las fuerzas productivas sobre la superestructura y las formas de conciencia, entonces, el ser humano sería el resultado de las relaciones sociales de producción. Por tanto, los modos de producción y las relaciones de producción surgidas en la historia explicarían la condición humana en cada caso. Si en Marx el interés económico actúa como fuerza impulsora de la actividad y de la historia configurando la sociedad y la propia naturaleza humana, también otros estudios mostraron otra oculta dimensión que atraviesa la naturaleza humana. Estos autores, conjuntamente con Marx, fueron denominados por el filósofo P. Ricoeur (1970[iv]) como escuela de la sospecha: Nietzsche entrevió la voluntad de poder como esencia íntima del ser, y Freud halló en las pulsiones del inconsciente la fuerza sobre la cual surgiría la cultura y la moral como instancias represoras en el plano individual y social.

¿Qué seguía quedando de la tradición escolástica? ¿Qué es eso que denominamos ser humano, cuál es su naturaleza? La historia había hecho acto de presencia como parte constitutiva de lo que el ser humano es en cada cultura, en cada época y en cada individuo (su biografía). Ortega, a principios del siglo XX, planteó que el ser humano, un ser esencialmente circunstancial, no tiene naturaleza, sino que tiene historia[v]. Y aunque la vida humana tiene “unos ingredientes comunes, todos ellos igualmente originarios e inseparables” (Ortega, 73)[vi], su esqueleto, no puede hablarse de una naturaleza común, de un concepto aplicable a cualquier ser humano del que todo individuo concreto participara o fuera un ejemplo. Ello es así, porque para Ortega,  vida, la de cada cual, no tiene un sentido biológico ni psicológico, sino biográfico.

Jean Paul Sartre, continuando el análisis que niega la naturaleza humana, sostiene que no hay una esencia previa a una existencia. Cada ser humano es lo que decida hacer de sí. La condición humana está sujeta a unas estructuras similares, pero las elecciones que se realizan y definen lo que el individuo es, el proyecto en el que incardina su vida, es responsabilidad suya.

¿Se negaba con ello la constitución biológica, los impulsos y necesidades que tiene su base en esa condición biológica. Evidentemente no. Pero para el historicismo y el existencialismo ese sustrato biogenético no es lo que identifica a cada persona, no es lo que otorga esa identidad. En la Grecia clásica, con el concepto de ethos, ya quedó planteada  esta cuestión: el ethos sería el refugio o morada que cada cual decide hacer de sí. Es la manera de estar en el mundo, de ser, el modo en el que se existe. Este ethos que se adquiere como una segunda naturaleza, sería la propia identidad. En la filosofía antigua y, en particular en Aristóteles, el ethos se forjaría como culminación de tendencias enraizadas en la naturaleza racional y social de los seres humanos, orientado hacia un ideal de vida buena hacia para el cual el individuo tenía adoptar las virtudes apropiadas. Cierto es que los planteamientos de Ortega o Sartre son bien diferentes, pues ambos negaron tanto la existencia de un ideal de vida hacia el que se tienda por naturaleza, como una ley natural (moral) o principios que guíen y orienten la actividad humana.

Por otro lado, si el ser humano no posee una naturaleza causante de lo que es, entonces podría pensarse que el medio en el que se desenvuelve la vida de cada cual y el proceso de socialización, proceso por el cual a través de agencias socializadoras como la familia, escuela, iguales, medios de comunicación, etc., el individuo adquiere e interioriza la cultura de la sociedad en la que vive,  sería determinante en última instancia de la identidad humana. Esta tesis, que será ampliamente compartida, es a la que afirma, dicho en pocas palabras, que el ser humano es una “página en blanco” moldeada por el medio.


Francisco del Río
Profesor de Filosofía




[i] La tabla rasa, Steven Pinker, 1992 . Ed. Paidós.
[ii] La confluencia se hizo notar en saberes como la sociología, la psicología, la antropología, etc. y  teorías políticas, a veces incluso contrapuestas entre sí.
[iii] Mientras la propuesta rousseauniana del ”buen salvaje” tuvo un especial acogimiento en el pensamiento anarquista, el racionalismo, con sus variaciones, se extendió a importantes áreas del derecho, la política y el Estado.
[iv] “Freud, una interpretación de la cultura” Paul Ricoeur, 1970. Ed. Siglo XXI.
[v] “Las formas más dispares del ser han pasado por el hombre, pues para desesperación de los intelectualistas, el hombre es pasar, es irle pasando una cosa tras otra, es pasarle ser estoico,, ser cristiano, ser racionalista, ser positivista, ser lo que ahora vaya a ser (…) El hombre pasa y atraviesa todas esas formas de ser; peregrino del ser , las va siendo y des-siendo, es decir, las va viviendo. El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia; porque historia es el modo de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente movilidad y cambio. Y por eso no es la razón especulativa, puramente elática y naturalista quien podrá jamás entender al hombre. Por eso, hasta ahora, el hombre ha sido un desconocido. Pues la historia es el modo de ser de un ente radicalmente variable y sin identificar. Al hombre no se le puede identificar” Ortega y Gasset, J.: Sobre la razón histórica. Alianza Editorial, Madrid 1979, pp. 121,122.
[vi] Qué es filosofía. Ed. Austral, pag. 223

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