En toda visión del mundo siempre se presupone lo que el ser humano es.
El debate acerca de la
caracterización de lo que es la naturaleza humana, si cabe hablar de tal cosa
dada la primacía del medio donde se desenvuelve, o en qué medida son las estructuras
histórico-sociales quienes conforman la identidad humana, se repite cada vez
que nuevos estudios ponen de relieve alguna dimensión del ser humano que
resultaba poco conocida.
En algún tiempo, incluso, se le
ha tratado de restar importancia o, al menos, se ha obviado dicho debate. Pero
lo cierto es que no hay teoría ética o filosofía política que no presuponga una
concepción de lo que el ser humano es. Y eso es lo que provoca la recurrencia
de dicho debate cuando se producen esas investigaciones o estudios.
Hoy podemos admitir que a todo
ser humano, por el hecho de serlo, le es inherente el reconocimiento de su
dignidad. Pero saber en qué consiste tal dignidad, nos genera más dificultades.
Intuitivamente pensamos que cuando nos hieren o nos utilizan, cuando se
aprovechan de nuestra persona, se está degradando nuestra propia dignidad. Y,
en efecto, siguiendo la tradición ilustrada y kantiana, podemos entender que se
respeta la dignidad del ser humano cuando
este no es considerado como un medio para otros fines, porque
ello, entonces, lo convertiría en un instrumento o mercancía; y como toda
mercancía, sometida a un valor intercambiable o precio. Respetar la dignidad
consistiría, entonces, en considerar al ser humano siempre como un fin en sí mismo. En consecuencia, esa
dignidad, inalienable, tendría que expresarse en unos derechos reconocidos
universalmente y que supondrían una barrera infranqueable para quien
pretendiera utilizar a cualquier ser humano para sus fines particulares. Este
principio universal, defendido desde las éticas formal-kantianas, no deja de
presentar ciertas dificultades a pesar de que intuitivamente parece asumible
en, al menos, nuestra cultura occidental.
Admitido, por tanto, ese igual
reconocimiento de la misma dignidad para todo ser humano, el problema reside en
cómo identificar esa dignidad y qué consecuencias normativas pueden
desprenderse de ello. Cierto es que dichos contenidos se han reconocido e
implementado en un proceso histórico en el que las clases subalternas y
emergentes lo han demandado a los poderes sociales establecidos. Pero este
proceso no ha sido ni es unilineal y acumulativo, sino que, además de avances y
retrocesos, ha establecido líneas divergentes produciendo en ocasiones
colisiones entre sí. El derecho de propiedad como derecho natural, reivindicado
por los ilustrados, necesariamente tenía que colisionar con el reparto de la
riqueza que el movimiento obrero exigía desde el siglo XIX.
Por ello, tanto los derechos como
los deberes, desde los grupos sociales que los asumían, pugnaron por
su reconocimiento social y establecimiento normativo incardinados en diferentes
corrientes filosófico-políticas y teorías éticas que también se expresaban en las
ideologías políticas, fuesen conservadoras o progresistas, de raíz cristiana o
laicas, liberales o entroncadas en el marxismo. Y estas sustentaban y
justificaban, en buena medida, sus diversos planteamientos en la a su vez
diferente concepción del ser humano, en lo que entendían acerca de su
naturaleza. Hasta la base racional en que se fundamentaba el principio
universal de humanidad no ha podido mantenerse sin más, a `pesar de la
indudable importancia adquirida como fundamento de los derechos humanos y encontrarse
plasmada en los principios constitucionales de numerosos países, surgiendo
otras explicaciones de tipo histórico-social que relativizan su alcance
racional por más que lo mantengan como aspiración, como veremos a continuación.
De la naturaleza fija y dada a la página en blanco.
Desde la tradición
aristotélico-tomista (el escolasticismo) se defendió una misma y común
naturaleza humana sometida a la ley natural. De las tendencias comunes de la
ley natural, entendidas como tendencias que orientan hacia un fin, podrían
deducirse las normas que todo ser racional tendría que respetar. Así, la
naturaleza humana permanecería inmutable a lo largo del tiempo y la dignidad se
expresaría en el reconocimiento de los derechos naturales que la ley positiva
salvaguardaría en una sociedad justa. En buena medida, las religiones del Libro
asumen la existencia de tal ley natural, aunque en estos casos, introducida por
el dios-creador en el propio ser humano.
También durante el Renacimiento y
en los inicios de la
Modernidad se continuó
hablando de ley natural y derecho natural (Jean Godin, Hugo Grocio, etc.)
aunque rechazando la fundamentación teológica. Entre los ilustrados surgieron
diferencias respecto a lo que consideraban tendencias naturales y los derechos
naturales que les corresponden y que todo ser humano posee. Principalmente se
cuestionó la supuesta sociabilidad natural del ser humano, y se postuló que la
entrada en sociedad y la fundación del Estado era el resultado de una
convención o contrato exigido para conciliar tendencias naturales antisociales, como la agresividad o el egoísmo en Hobbes. O de forma diferente en Rousseau,
para quien el ser humano, movido por la piedad natural, la propia de un ser
humano bueno en su estado de naturaleza (el buen salvaje), le impulsaría a
pretender la vida en común para el apoyo mutuo. En Locke, a pesar de que el
entendimiento humano es una página en blanco, en el estado de naturaleza los
seres humanos cuentan con un sentimiento natural, una ley moral descubierta por
la razón. De esta ley natural, que impone unos límites a la conciencia y a la
conducta, se deducen los derechos naturales que el ser humano posee, como el
derecho de propiedad.
Puede decirse que, en general,
sobre lo que debía ser el individuo en el sentido moral y cómo debía
organizarse la sociedad, se proponía ello como algo que podía deducirse de la
propia naturaleza racional humana, así como también lo que le convenía para facilitar
la vida en sociedad. Así estaba planteado desde los filósofos griegos (Platón y
Aristóteles) y continuaría en el escolasticismo. Los pensadores de la Modernidad se
mantuvieron también en ese esquema. Pero a la par, empezaron abrirse algunas
fisuras a la hora de caracterizar el entendimiento humano, precisamente lo que
tradicionalmente se asumía como lo que diferenciaba al ser humano del resto de
los animales. Se hacía necesaria, por tanto, una clarificación para saber en
qué medida podía seguir hablándose de
qué le convenía en tanto que ser humano. Surgió la tesis en algunos
empiristas (en Locke, como ya hemos dicho anteriormente, aunque ya había sido
sugerido por el propio Aristóteles) según la cual el entendimiento era una
página en blanco (tábula rasa) sobre la que se podía escribir cualquier cosa;
es decir el ser humano era maleable y se formaría según el medio donde se
desarrollara. En qué medida es el medio quién determina a las personas, y en
qué medida lo que cada cual es se debe a su propia naturaleza biológica, eran
preguntas de las que también iban a depender las propuestas morales, los
modelos de vida buena y, en general, los ideales a los que los seres humanos
podían aspirar.
El modelo cartesiano, que
sostenía la existencia de una mente o alma racional, sustancia (res cogitans)
diferente al cuerpo (res extensa), y
desde la que se podían tomar decisiones sin depender de la biología, desde el
siglo XVII se extendía por el continente europeo (a la vez que las anteriores)
con orientaciones en el diseño de la vida moral y social. Sobre la base de este
hipotético ”fantasma de la máquina”, como denomina Pinker (S. Pinker 92[i]),
el racionalismo cartesiano confluía en la práctica en numerosas ocasiones con
las tesis anteriores de “la página en blanco” o “el buen salvaje” en el
pensamiento occidental[ii].
Historicidad y fuerzas constituyentes.
El planteamiento teórico acerca
una naturaleza humana común seguía estando presente, aun cuando la propuesta
cartesiana o la “página en blanco” se extendían en el pensamiento político[iii].
Pero también durante el siglo XIX surgieron otros análisis que mostraban una
aproximación diferente respecto a la comprensión del ser humano. La importancia
del medio, contra lo que en ocasiones ha podido parecer, pivotaba en la teoría
darwinista de la evolución: la adaptación al medio guiaría el curso de la
selección natural y el ser humano, lo que era en cada momento, no era más que
producto de esa adaptación. Por otro lado, Marx mostró que la esencia del ser
humano viene determinada, en tanto que ser natural, por su dependencia de la naturaleza
mediante el trabajo; no en vano el ser humano se diferencia de los animales
desde el momento que tiene que producir sus propios medios de vida. Para Marx,
es la actividad práctico-productiva lo que constituye su esencia. Con la
primacía determinante de las fuerzas productivas sobre la superestructura y las
formas de conciencia, entonces, el ser humano sería el resultado de las
relaciones sociales de producción. Por tanto, los modos de producción y las
relaciones de producción surgidas en la historia explicarían la condición
humana en cada caso. Si en Marx el interés económico actúa como fuerza
impulsora de la actividad y de la historia configurando la sociedad y la propia
naturaleza humana, también otros estudios mostraron otra oculta dimensión que
atraviesa la naturaleza humana. Estos autores, conjuntamente con Marx, fueron
denominados por el filósofo P. Ricoeur (1970[iv])
como escuela de la sospecha: Nietzsche entrevió la voluntad de poder como
esencia íntima del ser, y Freud halló en las pulsiones del inconsciente la
fuerza sobre la cual surgiría la cultura y la moral como instancias represoras
en el plano individual y social.
¿Qué seguía quedando de la
tradición escolástica? ¿Qué es eso que denominamos ser humano, cuál es su naturaleza?
La historia había hecho acto de presencia como parte constitutiva de lo que el
ser humano es en cada cultura, en cada época y en cada individuo (su biografía).
Ortega, a principios del siglo XX, planteó que el ser humano, un ser
esencialmente circunstancial, no tiene naturaleza, sino que tiene historia[v].
Y aunque la vida humana tiene “unos ingredientes comunes, todos ellos
igualmente originarios e inseparables” (Ortega, 73)[vi],
su esqueleto, no puede hablarse de una naturaleza común, de un concepto aplicable
a cualquier ser humano del que todo individuo concreto participara o fuera un
ejemplo. Ello es así, porque para Ortega,
vida, la de cada cual, no tiene un sentido biológico ni psicológico,
sino biográfico.
Jean Paul Sartre, continuando el
análisis que niega la naturaleza humana, sostiene que no hay una esencia previa
a una existencia. Cada ser humano es lo que decida hacer de sí. La condición
humana está sujeta a unas estructuras similares, pero las elecciones que se
realizan y definen lo que el individuo es, el proyecto en el que incardina su
vida, es responsabilidad suya.
¿Se negaba con ello la
constitución biológica, los impulsos y necesidades que tiene su base en esa
condición biológica. Evidentemente no. Pero para el historicismo y el
existencialismo ese sustrato biogenético no es lo que identifica a cada
persona, no es lo que otorga esa identidad. En la Grecia clásica, con el
concepto de ethos, ya quedó planteada
esta cuestión: el ethos sería el refugio o morada que cada cual decide
hacer de sí. Es la manera de estar en el mundo, de ser, el modo en el que se
existe. Este ethos que se adquiere como una segunda naturaleza, sería la propia
identidad. En la filosofía antigua y, en particular en Aristóteles, el ethos se
forjaría como culminación de tendencias enraizadas en la naturaleza racional y
social de los seres humanos, orientado hacia un ideal de vida buena hacia para
el cual el individuo tenía adoptar las virtudes apropiadas. Cierto es que los
planteamientos de Ortega o Sartre son bien diferentes, pues ambos negaron tanto
la existencia de un ideal de vida hacia el que se tienda por naturaleza, como
una ley natural (moral) o principios que guíen y orienten la actividad humana.
Por otro lado, si el ser humano no posee una
naturaleza causante de lo que es, entonces podría pensarse que el medio en el
que se desenvuelve la vida de cada cual y el proceso de socialización, proceso
por el cual a través de agencias socializadoras como la familia, escuela, iguales,
medios de comunicación, etc., el individuo adquiere e interioriza la cultura de
la sociedad en la que vive, sería
determinante en última instancia de la identidad humana. Esta
tesis, que será ampliamente compartida, es a la que afirma, dicho en pocas palabras, que el ser humano es una “página en blanco” moldeada por el medio.
Francisco del Río
Profesor de Filosofía
[i]
La tabla rasa, Steven Pinker, 1992 . Ed. Paidós.
[ii]
La confluencia se hizo notar en saberes como la sociología, la psicología, la
antropología, etc. y teorías políticas,
a veces incluso contrapuestas entre sí.
[iii]
Mientras la propuesta rousseauniana del ”buen salvaje” tuvo un especial
acogimiento en el pensamiento anarquista, el racionalismo, con sus variaciones,
se extendió a importantes áreas del derecho, la política y el Estado.
[iv]
“Freud, una interpretación de la cultura” Paul Ricoeur, 1970. Ed. Siglo XXI.
[v]
“Las formas más dispares del ser han pasado por el hombre, pues para
desesperación de los intelectualistas, el hombre es pasar, es irle pasando una
cosa tras otra, es pasarle ser estoico,, ser cristiano, ser racionalista, ser
positivista, ser lo que ahora vaya a ser (…) El hombre pasa y atraviesa todas
esas formas de ser; peregrino del ser , las va siendo y des-siendo, es decir,
las va viviendo. El hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia; porque
historia es el modo de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente
movilidad y cambio. Y por eso no es la razón especulativa, puramente elática y
naturalista quien podrá jamás entender al hombre. Por eso, hasta ahora, el
hombre ha sido un desconocido. Pues la historia es el modo de ser de un ente
radicalmente variable y sin identificar. Al hombre no se le puede identificar”
Ortega y Gasset, J.: Sobre la razón histórica. Alianza Editorial, Madrid 1979,
pp. 121,122.
[vi]
Qué es filosofía. Ed. Austral, pag. 223
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