Hace casi 150 años, en el libro primero de “El Capital”, describiendo el funcionamiento del sistema capitalista, sostenía su autor que "el capital tiene un solo impulso vital, el impulso de valorizarse, de crear plusvalor, de absorber, con su parte constante, los medios de producción, la mayor masa posible de plustrabajo. El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa”. Con esta cruda imagen Marx señalaba la lógica interna del funcionamiento del sistema capitalista. Un sistema que tras su irrupción hace más de 200 años se ha extendido a la práctica totalidad de países. En Occidente, el continuo desarrollo de las fuerzas productivas, es decir, la ciencia y la técnica aplicadas a la producción y la fuerza de trabajo, incrementó notablemente la riqueza material de la sociedad y, también, con oscilaciones varias, mejoró las condiciones de existencia de la mayoría de la población.
Esa mejora en las condiciones materiales de existencia de prácticamente todos los sectores de la población, incluidos los más desfavorecidos, sirvió para que El Capital y toda la obra de Marx fuese pasando al olvido. Su entierro parecía definitivo tras la desaparición del bloque del Este, hegemonizado por la URSS, donde oficialmente decían seguir la tradición marxista. Pero en general, hacía ya tiempo que la teoría marxista había sido abandonado, y el análisis, y justificación, del sistema capitalista estaba asumido desde aquel otro magno estudio, “La riqueza de las naciones”. En esta obra, A. Smith describía el sistema capitalista y la sociedad civil como un mercado en el que cada individuo perseguía su propio interés, pero que, contra lo que posteriormente sostendría Marx, más candorosamente, afirmaba que “al orientar esa actividad para producir un valor máximo, el (hombre) busca sólo su propio beneficio, pero en este caso, como en otros, una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos… Al perseguir su propio interés, frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentase fomentarlo”. Y esa convicción, la de la legitimidad de la búsqueda del propio interés, de maximizar beneficios minimizando costes, ha funcionado como la ideología de los sectores dominantes de la población dando lugar al neoliberalismo como doctrina y que, en la actualidad, hegemoniza la llamada “ciencia” económica y está presente en las élites económicas y políticas orientando las políticas gubernamentales en la mayoría de los países.
Pero, decididamente, ese criterio no nos conducía al mejor de los mundos posibles. Ninguna mano invisible consiguió el deseado equilibrio y la satisfacción de necesidades e intereses de todas las partes: los 3.000 millones de seres humanos que se encuentran bajo el umbral de la pobreza podrían haberlo testificado desde hace tiempo en esa larga marcha del capitalismo. Pero también en el seno de los países industrializados y donde se producía la vertiginosa acumulación del capital se sucedieron las crisis. Marx había advertido que la competencia entre capitales llevaba aparejado inexorablemente el aumento de la composición orgánica del capital: cada vez se necesitaba un incremento mayor de capital, fundamentalmente en tecnologías, para mantener las mismas tasas de plusvalor y de beneficios. Y en este proceso, las consecuencias eran una necesidad menor de fuerza de trabajo y un aumento de la productividad que, como ha pasado desde los 80 del siglo pasado, ha incrementado la producción de bienes hasta la actual situación de saturación del mercado por agotamiento de la demanda. Asimismo, la tendencia a la concentración de empresas y centralización de capitales, tendencia inevitable del capitalismo ha coadyuvado a ese aumento de la productividad e incremento de bienes hasta situar en el horizonte el punto irreversible de la sobreproducción. En esas condiciones, la inversión real carece de estímulos, salvo que la reducción de costes sea brutal en la parte variable de capital, es decir en la fuerza de trabajo para el sector productivo instalado: prolongación de la jornada laboral, reducción de salarios, precariedad laboral (debilitando la capacidad de resistencia de la población trabajadora), exenciones fiscales, ahorro de transferencias en pensiones alargando la edad de jubilación y reduciendo cuantías. Al mismo tiempo, los cuantiosos beneficios que ya no encuentran la rentabilidad deseada en el sistema productivo, se vuelven al sector financiero donde las garantías de rentabilidades son superiores y más seguras, como lo fueron durante la especulación financiera en la burbuja inmobiliaria y ahora con la burbuja de la deuda pública. El espejismo de los años de bonanza y las continuas revalorizaciones que se producían en el sector inmobiliario, había provocado que empresas y familias acudieran a la abundante oferta financiera. Pero la crisis de sobreproducción, en el sector inmobiliario y en otros, también tras la masiva llegada de importaciones procedentes de los países emergentes, pronto derivó en una crisis de subconsumo por encarecimiento de la deuda de empresas y familias que, además, están viendo reducidas sus rentas. Al disminuir la actividad económica, los ingresos fiscales (si no se remedia con una reforma que grave las rentas altas) son menores y obligan al estado a endeudarse. Finalmente, las políticas neoliberales apuestan por el desmantelamiento del Estado del bienestar liberando recursos de sector público y abriendo nuevas posibilidades a la iniciativa privada con la educación, sanidad, pensiones y ayudas a la dependencia.
En resumen, lo que ha provocado la crisis en los países occidentales y en el Estado español, ha sido la profunda desigualdad social generada por el capitalismo. La concentración de las rentas en cada vez más reducidos sectores de población (en EE.UU el 1% recibe 40 % de las rentas del país) se produce a costa de la disminución de las rentas procedentes del trabajo y el endeudamiento de pequeñas empresas y familias. El beneficiario ha sido directamente el sector financiero. Y la pérdida de poder adquisitivo dificulta el acceso a los bienes que saturan el mercado. La actividad económica se ralentiza y los ingresos fiscales de los estados disminuyen. Ante la necesidad de acudir al mercado para obtener liquidez, la especulación financiera se ceba sobre dicha deuda, encareciéndola. Así, el capital financiero ejerce sus dominios imponiendo condiciones sobre gobiernos y estados ante la atónita mirada de una ciudadanía que ve cómo se degradan sus condiciones de vida y trabajo, cómo los supuestos representantes de la soberanía popular no son más que serviles lacayos del capital financiero
La realidad no es aquella “de cielo azul”, con la que ironizaba Marx respecto a los economistas clásicos anglosajones, quienes creían que el interés propio, el egoísmo, presente en las actividades económicas daría como resultado el mutuo beneficio de todos. Frente a esa mano invisible que mantendría el equilibrio de todas las partes interesadas, la satisfacción social de las necesidades cuando el individuo persigue su propio interés, como Smith decía respecto de la actividad económica (“No nos dirigimos a su humanidad, sino a su propio interés, y jamás les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”. -La riqueza de las naciones-), se ha impuesto una realidad más cruel y dura.
Marx no ignoraba esa realidad, puesta de manifiesto por Smith, de que el interés propio era el móvil sobre el que se organizaba el sistema económico y, con él, las estructuras sociales políticas e ideológicas. Pero el resultado de esa competencia no era el que Smith creía; antes bien, el resultado era la explotación económica y la desigualdad social. Es cierto que Smith sostenía, además, que los sentimientos morales, el sentimiento de empatía, funcionaba también como motivación en las acciones humanas, y con ello atemperaba la hobbesiana noción egoísta de la naturaleza humana; pero no como fundamento necesario para la consecución del bienestar general en el sistema económico. Así ha sido interpretado y desarrollado por neoliberales como M. Friedman y la escuela de Chicago. Para Marx también el trabajo, la actividad práctico-productiva constituía la esencia de la naturaleza humana (es inmediatamente un ser natural), pero en la actividad práctico productiva, en la producción de su vida, natural y social, el ser humano es el conjunto de las relaciones sociales, resultado de un proceso histórico. La realidad bajo el capitalismo enfrenta intereses contrapuestos. Frente al interés del capital, la sociedad se estratifica en sectores y clases sociales explotadas, alienadas y sometidas. La conciencia indignada que puede surgir entre ellas puede hacer que germinen los vínculos solidarios y cooperativos que podrían alumbrar un nuevo ser humano capaz de inaugurar un nuevo modelo de sociedad. La respuesta mundial del movimiento de los indignados el 15 de octubre va en esa dirección.
Sabemos que las predicciones de Marx, según las cuales, tras la crisis del capitalismo ocasionada por la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones burguesas de producción, entraríamos en una fase de revolución social que daría lugar al socialismo, no se han cumplido en crisis anteriores. Probablemente tampoco ahora. Entre otras cosas porque el capitalismo tiene una gran capacidad de adaptación, y para su metamorfosis. La salida neoliberal, que propone reducir el valor de la fuerza de trabajo al mínimo socialmente necesario, que propone debilitar su capacidad de resistencia precarizando la contratación laboral y anulando aún más a los sindicatos, que plantea desmantelar el Estado del bienestar y extinguir en la práctica el gasto social público, no será suficiente para salir de la crisis. Al contrario, profundizará la recesión. Y puede ser que entonces, como alternativa al colapso, se abran paso otras políticas que se inclinen por el fortalecimiento de la demanda, al igual que sucediera tras la Gran Depresión. Entonces, con políticas de corte keynesiano, el capitalismo pueda adaptarse y sobrevivir un tiempo más. Si la naturaleza lo soporta y si los pueblos lo permiten.
Francisco Mª del Río
Profesor de Filosofía
Francisco Mª del Río
Profesor de Filosofía
No hay comentarios:
Publicar un comentario