En el debate sobre la existencia de valores morales con
carácter universal, presentes a lo largo de la historia y válidos para toda
cultura, han podido identificarse con cierta nitidez los relacionados con la
prohibición del incesto y, algo más ambiguamente, con la protección de la
infancia. Algún otro, aún planteados de forma genérica (restitución y reciprocidad, asesinato…), no
alcanza el consenso entre los antropólogos como para admitirlo sin más. Por
ello, hablar de contenidos morales, valores, de carácter objetivo y apreciados
en toda cultura, resulta problemático; tanto más cuanto que la amplitud de
acciones que podemos considerar morales convierte en irrelevante ese escaso y
dudoso repertorio de normas de carácter universal. Sin embargo, desde algunas
corrientes ideológicas y filosóficas, así como desde las religiones del Libro,
se sigue cuestionando el relativismo moral que defienden quienes constatan esta
palmaria realidad.
El relativismo moral, que se encuentra presente en quiénes sostienen el relativismo cultural y el contextualismo,
no defiende que cualquier contenido moral sea igualmente aceptable y que su
valoración responda exclusivamente al sujeto que la juzgue, como algunos
equivocadamente han pretendido. Esa opción sería más bien identificada con el
relativismo presente en subjetivismo
moral y con el emotivismo (en este último, la bondad
o maldad de un acto se percibe por el sentimiento que se experimenta ante él).
Aún así, de ello tampoco puede inferirse una necesaria colisión de proyectos de
vida buena, ideales de felicidad o creencias religiosas, en una sociedad
configurada según quienes entienden la moral resultante desde esa perspectiva.
Entre otras cosas, porque pueden compartirse los sentimientos (y en aspectos
fundamentales así sucede), o sencillamente establecer acuerdos aunque sea por
motivos interesados. Para el relativismo
moral, lo relevante es el hecho
de la identificación de comunidades culturales respecto a valores morales que
mantienen, cohesionan y orientan la vida del grupo. Por tanto, muy lejos de
actitudes “que centran su principal objetivo en el propio ego o la satisfacción
de los propios deseos”, que en realidad se corresponde con el conocido nivel preconvencional de la evolución moral
(Kolberg, Piaget) que es la etapa
infantil que atraviesa todo individuo, pero que algunos adultos no
llegan a superar, indistintamente de su adscripción cultural o moral.
Ahora bien, ¿se
puede desde el relativismo
sentir la aspiración a la universalidad
que lleva aparejada la noción de justicia?
Tras la irrupción en Occidente de la Modernidad , en torno a los valores de justicia se
ha establecido una pugna que progresivamente ha ampliado los contenidos
subsumidos en dicho concepto. Además, aquello que se tiene por “justo” o por “injusto” se pretende que pueda serlo para cualquier ser humano.
Pero todo ello no ha impedido ser conscientes de que los ideales de vida buena
o concepciones morales que las personas asumen puedan ser diversos. Cada
individuo, en tanto que sujeto moral, tiene derecho a asumir su propio proyecto
de felicidad, sea o no de índole religiosa. El problema queda planteado en cómo
compatibilizar lo justo,
pretendidamente universalizable, con lo bueno, que responde a una opción personal.
Desde la
tradición kantiana se ha insistido en los procedimientos por los que se puedan
establecer qué tipo de normas podemos considerar como justas (K.O.Apel,
J.Habermas). No se trata tanto de localizar qué tipo de valor moral es aceptado
como justo, sino de cómo y qué condiciones tienen que darse para que pueda
aceptarse una norma moral como justa. Lo que convierte en justa una norma, por
muy intuitiva que sea la apreciación del valor (M.Scheler), no es el contenido material de ella, sino la forma
en que lo establece. Por otro lado, desde la exigencia de reconocimiento
individual y social, de la propia dignidad, donde intervienen tanto intereses,
como sentimientos (indignación ante lo observado, remordimiento por lo hecho,
resentimiento por lo sufrido) y otros motivos, las exigencias morales se han
reflejado históricamente en torno a los valores de libertad, igualdad y
solidaridad plasmadas en los derechos humanos en sus tres generaciones: civiles
y políticos (1ª generación); económicos, culturales y sociales (2ª generación);
a la paz, al desarrollo humano, al medio ambiente (3ª generación)
Este proceso
seguido en Occidente ha dado lugar normativamente a procedimientos donde la
toma de decisiones respecto a lo justo han tenido que ajustarse, en buena
medida, a los consensos fácticos producidos por la presión social. En la
actualidad, las propuestas para el desarrollo normativo de los valores de
justicia plantean la necesidad de partir de un diálogo, sostenido con
argumentos racionales, contando con la participación de los afectados y
teniendo en cuenta los intereses de todas las partes implicadas. El consenso
normativo alcanzado sobre los valores relacionados con la justicia no ha
impedido, antes bien, ha promocionado, la búsqueda de los ideales o máximos de
felicidad, entre ellos las creencias religiosas, que los individuos u grupos
individuos profesan. La realidad multicultural y la diversidad moral de nuestra sociedades nos
impele a asumir propuestas como las formuladas por la ética cívica:
exigencia de unos mínimos de justicia, que puedan ser compartidos por todas las
concepciones morales, que estos mínimos sean fruto del dialogo y que tengan en
cuenta los intereses de toda la ciudadanía, y, a su vez, permitan que cada
individuo o grupo de individuos busque y comparta su propio máximo de
felicidad.
Frente al
multiculturalismo y consiguiente pluralismo
moral, se ha reaccionado, desde
perspectivas parcialmente diferentes, tratando de recomponer asideros de
sentido para el ser humano y la historia. En definitiva, se trata de un nuevo
intento por restablecer la verdad
moral. Lo bueno o malo de una
acción moral se podrá discernir desde esa verdad establecida como criterio. Lo justo, el procedimiento que puede permitirnos considerar tal cosa,
ya no será el criterio que determine la corrección del valor, sino que la verdad determina la corrección del valor moral y, por tanto, de las normas tenidas por justas. Por tanto, las normas morales
serán justas en la medida en que se adecuen a los valores propios del ideal de
vida buena, el ideal que se ajusta a la verdad.
Construir e
implantar un sistema válido para el conocimiento y la vida moral que en ultima
instancia remita a verdades, verdades eternas que sólo quien posea un don específico puede llegar a ellas, nos devuelve a la tremenda
realidad del enfrentamiento entre concepciones morales que sostienen similar
fundamento, o al deterioro de las relaciones en sociedades donde impera la
diversidad moral y que, en la actualidad, avanzan (también con retrocesos)
hacia consensos sobre aspectos normativos de la justicia. Ese don,
la fe, y la verdad, revelada, como fundamento de la justicia, es el esquema que sigue cualquier fundamentalismo. Esta vía de
irradiación del fundamentalismo
continúa con la presentación de valores
absolutos que son la consecuencia lógica y connatural
al orden diseñado.
Llama la
atención el hecho de que dichos valores
absolutos, en el debate actual,
no hayan sido expresamente señalados y defendidos una vez que se ha
identificado su procedencia. La historia de las religiones no revela cuáles
puedan ser esos valores. Para sembrar mayor confusión se asiste a una
deliberada perversión del lenguaje: dictadura
del relativismo, volver a la verdad
y la tolerancia, fundamentalismo laico, etc., expresiones todas ellas
con las que quienes las utilizan tratan de relativizar el dogmatismo inherente
a su doctrina acusando a las demás corrientes del pensamiento de padecer de lo
mismo. Es la conocida falacia del tu
quoque, propia de quien está a
la defensiva por carecer de razones que desmientan la acusación de que son
objeto.
Francisco del Río Sánchez
Profesor de Filosofía
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