Uno de los aspectos más brillantes
contemplados por Ortega en su obra La rebelión de las masas es, sin
duda, la caracterización del tipo de hombre medio que domina nuestras sociedades
y que Ortega vislumbraba ya en su época: el hombre-masa. Aunque los principales
elementos que iban a contribuir a identificar ese tipo de hombre, sujeto a un
proceso de socialización en el que el incremento de los medios de producción y
consumo, debido en gran parte al desarrollo imparable de la ciencia y la
técnica y que unido, según Ortega, a la extensión e interiorización de los
valores de la democracia y los derechos ciudadanos, estaban presentes en su
época, década de los veinte, parece sin embargo que lo que estaba
caracterizando sería más bien la configuración de las masificadas sociedades
europeas a partir de los años sesenta.
Considero bastante acertadas las
diferentes tipologías del hombre-masa. Sin
embargo, no parece tan válido lo que Ortega denomina triunfo de la
hiperdemocracia, ni en aquellos precisos momentos ni en los subsiguientes años
de ascenso de los fascismos, ni en la Europa de la posguerra. Pero con todo, no
deja de ser un brillante análisis como brillantes son los apuntes que despliega
a lo largo de la obra con esa superación que representa la razón vital respecto
al racionalismo y al vitalismo.
Menos satisfactoria me resulta la
identificación e implementación del papel dirigente que, para la organización
de la vida pública y la sociedad, Ortega pretendía de las minorías selectas. No
obstante, y teniendo en cuenta el papel específico y más o menos relevante que
en épocas diferentes han adquirido esas minorías, y si realmente es posible hoy
que en nuestras democracias occidentales las personas de altura moral ejerzan
la función dirigente y pedagógica frente a las imposiciones reactivas del
resentimiento y del capricho, propias del hombre-masa, trato de diseccionar el
concepto de minorías en Ortega, tanto en La rebelión de las masas como
en España invertebrada.
De los 5 capítulos, hoy se publica el
primero.
1. Grupos de poder o los “mejores”
Cuando se plantea la necesidad de que
las élites asuman y conformen el papel dirigente en la organización de la vida pública,
inevitablemente se tiende a pensar el concepto de élite o de minoría selecta
referido a grupos sociales que debieran ostentar el poder en la sociedad.
Entendiendo “poder” en un sentido foucaultiano, o sea, como aquél que se ejerce
en cualquier sistema que suponga relaciones de dominio [1] no
cabe duda de que entonces se estaría proponiendo una organización social de
corte jerárquico y piramidal (siempre habrá los mejores de esas minorías) bajo
la hegemonía de una nueva aristocracia.
¿Es éste el sentido de la propuesta
orteguiana? En principio, hay que decir que no puede confundirse la dicotomía
minoría-masas con la división de la sociedad en clases sociales y que el propio
Ortega advierte de que “no puede coincidir con la jerarquización en clases
superiores e inferiores” (La rebelión de las masas, p. 69 –en adelante RM).
Minorías excelentes y masas dividirían a la humanidad en “clases de hombres” y
esta misma clase de hombres también estaría presente en cada clase social: “en
rigor, dentro de cada clase social hay
masa y minoría auténtica” (RM, 69). Pero con esto no henos hecho más que
enunciar el problema. ¿qué clase de hombres son esos a los que según Ortega les
corresponde y en qué consiste la función directora de la sociedad?
Ciertamente puede constatarse la
persistencia de una amplia consideración
social acerca de quiénes son los “mejores” en su ámbito cultural, social y
profesional en un determinado momento histórico. Pero ni esa amplia
consideración quiere decir unanimidad, ni este hecho menos aún puede extenderse
a una supuesta minoría política, un selecto grupo de personas especialmente
capacitadas y calificads para la decisión política [2]. Sorprende, sin embargo, que Ortega piense que sí ha sido así en el caso de las
minorías políticas antes del triunfo de “una hiperdemocracia en que la masa
actúa directamente sin ley” y, entendiendo que se refiere al siglo XIX, que la
masa presumía de que “los políticos entendían un poco más de los problemas
públicos que ella”, por lo que no tendrían ningún reparo en que “encargase a
personas especiales su ejercicio”, el ejercicio de la política. “Eso era lo que
acontecía, eso era la democracia liberal” (RM, 71).
Pero Ortega no sólo
sostiene esa opinión, sino que afirma su necesidad, la necesidad de unas
minorías “con dotes especiales” para el ejercicio de la política, tanto
“funciones de gobierno” como –y Ortega apunta más lejos-, de “juicio político
sobre los asuntos públicos” (RM, 70). Resulta aún más extraña esta
afirmación cuando anteriormente, en España invertebrada (escrita en
1.922, siete años antes -en adelante EI),
ha dudado del influjo político o valor social de los hombres directores: “Es
completamente erróneo suponer que el entusiasmo de las masas depende del valer
de los hombres directores. La verdad es estrictamente lo contrario: el valor de
los hombres directores depende de la capacidad de entusiasmo que posea la masa”
(EI, 84). Un poco antes, hablando de
la acción pública –política, intelectual y educativa- y del grado de eficacia,
dice que “Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino
por la energía social que la masa ha depositado en él… sería falso decir que un
individuo influye en la proporción de su talento o de su laboriosidad” (EI, 82-3),
por lo que parece ser que funcionan otros mecanismos diferentes a los de las
capacidades y “dotes especiales” para el ejercicio de la política y el
reconocimiento público. Pero hay un par de pasajes, en esta misma obra, donde
Ortega resuelve un tanto enigmáticamente esta aparente contradicción, entre la
necesidad de capacidades especiales por un lado, y el hecho de su irrelevancia
si el talento apenas ejerce influencia y es la masa quien otorga el valor de esos
hombres directores por otro; o también cómo personas mediocres o sin ninguna
capacidad especial han logrado el reconocimiento de las masas: “En estos años
han ido muriendo los últimos representantes de aquella edad de “hombres”. Los
hemos conocido y tratado. ¿Quién podría en serio atribuirles calidades de
inteligencia y eficacia que no fueran superlativamente modestas? No obstante, a
nosotros mismos nos parecían “hombres”. La “hombría”, estaba, no en sus
personas, sino en torno a ellas: era una mística aureola, un nimbo patético que
los circundaba proveniente de su representación colectiva. Las masas habían
creído en ellos, los habían exaltado, y esta fe, este respeto multitudinarios
aparecían condensados en el dintorno de su mediocre personalidad.” (EI,
82). Y a continuación dice: “En las horas de historia ascendente, de apasionada
instauración nacional, las masas se
sienten masas, colectividad anónima que, amando su propia unidad, la simboliza
y concreta en ciertas personas elegidas, sobre las cuales decanta el tesoro de
su entusiasmo vital. Entonces se dice que “hay hombres” (EI, 84).
Descartada la imposición por la fuerza o la capacidad de irradiar y ejercer
influencia por sus calidades y dotes especiales, no parece posible otra forma
que no sea una adhesión que surge por sublimación y transferencia de la libido
desde las masas, según los mecanismos freudianos que se producen con la figura
del líder. Ortega explica también la naturalidad de esta especie de arrebato
místico:
“Esta capacidad de entusiasmo con lo óptimo, de dejarse arrebatar por una
perfección transeúnte, de ser dócil a un arquetipo o forma ejemplar, es la
función psíquica que el hombre añade al animal y que dora de progresividad a
nuestra especie frente a la estabilidad relativa de los demás seres vivos” (EI,
102) [3].El
resultado sería un tanto pobre si se trata de catalogar como selectos o
egregios a esas minorías y personalidades y considerarlas depositarias de unas
cualidades de excelencia Pero a pesar de ello, la tesis general que sostendrá
será la anteriormente dicha de la necesidad de las minorías selectas, con dotes
especiales, para la dirección de la vida pública. Lo que será difícil es saber,
con rigor, si para Ortega, en España alguna vez las hubo. Si atendemos el
capítulo sexto de España invertebrada, denominado “La ausencia de los mejores”,
habría que decir que no; es decir, lo contrario de las citas anteriores
correspondientes a las primeras páginas de La rebelión de las masas.
Aunque más tarde volveré sobre ello, quiero dejar constancia de que algunas
interpretaciones, en este punto, de La rebelión de las masas tratarían de mostrar que la
autoridad que Ortega pedía era ésta una autoridad moral e intelectual.
Ciertamente pedía este tipo de autoridad, pero también pedía reserva de la
función política para las minorías selectas.
[1] No solo ejercida directamente sobre los otros, sino acción sobre la acción de los otros.
[2] Salvo, quizá, alguna excepcional y relevante personalidad que apareciera
coyunturalmente en el tiempo concitando amplias mayorías y cuyo reconocimiento
posterior fuese común en la historiografía y las cc. sociales y políticas.
[3] También Ortega olfatea en la familia un proceso paralelo, pero olvida que la
constitución de la propia personalidad pasa por la muerte del padre o
superación del Edipo: “En la misma angostura de las paredes donde se desarrolla
la sociedad familiar, padre y madre son modelos natos de los hijos, y además,
ideales el uno del otro. Cuando este influjo se aniquila, la familia se
desarticula” (EI,103). Tampoco tiene en cuenta la recompensa y el
castigo como mecanismos de modificación
o refuerzo de la conducta.
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