Lo que el ser humano es. El debate naturaleza-medio y los presupuestos de toda ética y filosofía política (III).
La identidad personal: una historia inacabada desde la libertad que
caracteriza una existencia condicionada.
A pesar de la importancia de los
avances científicos en la comprensión de determinados rasgos conductuales, nada
de ello afecta a lo que puede decirse acerca de la identidad humana, aventurar
nada de lo que el ser humano es y qué es lo que debería ser. Podemos decir, por ejemplo, que aunque los impulsos
agresivos estén genéticamente marcados en un individuo determinado, este
siempre dispondrá del suficiente margen de libertad para controlarlos y
canalizar esa energía hacia diferentes cursos de acción u objetivos. La
elección y decisión será responsabilidad suya. Eso es lo relevante.
Respecto a la extendida tesis de
un supuesto egoísmo presente en la naturaleza de cada ser humano, hay que tener
en cuenta que las neurociencias también han corroborado que el cerebro es social, que el individuo se hace con los otros; con lo que, insospechadamente, la idea del apoyo mutuo
como constitutivo del ser humano, planteado desde la Antigüedad (y en Rousseau
o Marx, aunque desde planteamientos diferentes entre ambos) también explicaría
la relación entre las condiciones estructurales en las que se forja la vida
humana, sus necesidades, y aquellas que surgen en cada momento histórico y en
cada circunstancia particular. Precisamente, en este sentido, sí que podemos hablar
de unas estructuras similares para lo que cada persona en concreto decida ser;
unos rasgos universales y formales que permiten la identificación de la
humanidad y el reconocimiento del proyecto de cada individuo y cada cultura: la libertad, la
sociabilidad, la indigencia de la existencia. Es la estructura antropológica de
lo que J.P. Sartre llama la condición humana.
En efecto, para Sartre, la existencia precede a la
esencia. No hay una naturaleza humana de la que cada ser humano,
independientemente de la cultura, el tiempo histórico o la clase social, fuese
un ejemplo particular. El ser humano empieza por existir, se encuentra en el
mundo, y después se define. El “será”, tal como se haya hecho. Y si la
existencia precede a la esencia, no se podrá explicar lo que dicho ser humano
es por referencia a una naturaleza fija y dada. Así, Sartre negará que pueda
haber determinismo alguno: el ser humano es libre, y arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace. Por
tanto, cada ser humano no es nada más que su proyecto, el conjunto de sus
actos; nada más que su vida. Pero el ser humano no está aislado en una subjetividad
individual, sino que al mismo tiempo que descubre su intimidad descubre al otro
como una libertad, que no piensa o que no quiere sino por o contra él. Es lo
que Sartre expresara con la elocuente frase “el
infierno son los otros”, en su drama
“A puerta cerrada”[i].
Ahora bien, esa libertad tampoco
es una libertad ilimitada y diferente, sino que existe una universalidad humana
de condición. La condición humana serían “los límites a priori que bosquejan su
situación fundamental en el universo. Las situaciones históricas varían… Lo que
no varía es su necesidad de estar en el mundo, de estar en él trabajando, de
estar en él entre otros y de ser en él mortal”[ii].
Por situación entiende Sartre el conjunto de condiciones materiales y hasta
psicoanalíticas que, en una época dada, definen precisamente un conjunto.
Dicho con la terminología
sartriana, esta universalidad del ser humano no está dada, sino que es
construida perpetuamente. Se construye al elegirse cada cual, al comprender el
proyecto de cualquier otro ser humano. Y este absoluto de la elección no
suprime la relatividad de cada época. En este sentido, para Sartre no hay
diferencia entre ser un absoluto temporalmente localizado, en la historia, y
ser comprensible universalmente. El ser humano se hace al elegirse y la presión
de las circunstancias es tal que no puede dejar de elegir. Por ello, no podría
definirse al ser humano sino en relación con un compromiso (que adquiere).
La situación y las circunstancias
exigen y limitan la elección que cada cual hace de sí mismo. Sartre, como
Ortega, insisten en ello. Se puede admitir que las necesidades humanas vitales
impulsarán formas de satisfacerlas y que, dada nuestra condición vulnerable,
ensayaremos estrategias adaptativas cultural y grupalmente coincidentes. Pero
nunca serán previsibles en lo que respecta a lo que cada individuo decida hacer
de su vida. Por eso sólo podremos hablar de condición humana, una condición a
la que somos arrojados para elegir entre las oportunidades que nuestro mundo
presente nos abre y nos limita.
Desde
sospecha de la razón a la microsubjetividad.
No obstante, la situación y las
circunstancias sobre los que se desarrolla la vida individual, alcanzan tal
grado de complejidad estructural que no podemos hablar sino de
microsubjetividad. Referirnos al ser humano como una subjetividad libre, sin
asumir el análisis de los movimientos históricos de poder y saber en torno a
los que el ser humano se organiza, la trama de relaciones de dominio en las que
el ser humano se encuentra atrapado, nos daría una visión errónea e idealista
de lo que constituye la condición humana.
Pero admitiendo esta crítica -que
Foucault hacía al maestro Sartre-, ello tampoco nos impide sostener, aún sea
como una subjetividad devaluada o microsubjetividad, la elección que cada cual
hace de sí mismo dentro de las limitadas posibilidades; y que es en el
desamparo, en la soledad del diálogo intrasubjetivo (del yo con el alma o la
conciencia) donde decidirá sobre sí mismo, una responsabilidad que no se podrá
eludir con la excusa de determinismo natural (genético) alguno ni con
debilitación estructural en tanto que sujeto moral[iii],
y como dice Sartre “y porque mostramos que no es volviendo hacia sí mismo, sino
siempre buscando fuera de sí, un fin que es tal o cual liberación, tal o cual
realización particular, como el ser humano se realizará precisamente en cuanto
que humano”[iv], que se
definirá a sí mismo en función de su presente individual.[v]
A pesar de todo, no puede negarse
que haya capacidades, temperamentos y rasgos conductuales que sean consecuencia
de la dotación genética. Y esto ha supuesto que se continúe insistiendo en las
bases genéticas de la naturaleza humana. Pero olvidan, con demasiada frecuencia,
las consecuencias de lo estrictamente individual de esta dotación genética en
cuanto a la configuración de la personalidad se refiere y que, en consecuencia,
diluye cualquier propuesta ética fundamentada en una supuesta común naturaleza
humana. Lo realmente significativo es que ninguna de las características
genéticas determinan lo que cada persona en concreto hace de sí misma. Lo que
se es, lo que cada cual ha hecho de sí, es el resultado de acciones decididas
en contextos, en situaciones determinadas. La identidad social adquirida en el
seno de una cultura, resultado de una historia y una posición social
determinada (que difiere de otras construcciones histórico-sociales y épocas),
es el elemento compartido de la condición humana. Pero ahí no se agota la
identidad de cada cual; antes bien, esta, la identidad social, no puede definir
lo que cada persona es. Esta, la identidad personal, es única e irrepetible
(como, por otro lado, han mostrado los estudios sobre gemelos formados bajo los
mismos agentes de socialización: padres, escuela, amigos, medios televisivos,
etc.). Porque lo que realmente importa a cada individuo va decidiéndose en
experiencias personales que se van modificando por otras nuevas.
La neurociencia y las ciencias
las cognitivas pueden explicar, sin duda, aspectos importantes sobre el
funcionamiento del cerebro y determinadas conductas humanas, pueden decirnos
por qué se presentan unas u otras tendencias impulsivas en determinados
individuos, pero lo que no podrán decir es qué es lo que cada persona debe
elegir, que aspiraciones tener, qué proyecto realizar.
[i] Ante la
presencia del otro, se produce una dialéctica de las libertades. Si nos
afirmamos como sujeto, nos apropiamos de la libertad del otro y cosificamos su
ser, pero si captamos al otro en su libertad, podemos perder la nuestra y
convertirnos entonces en objetos.
[ii]
El existencialismo es un humanismo. J. Paul Sartre, 1999. Ed. Edhasa. P. 66.
[iii]
Eso, para Sartre, sería obrar de mala fe.
[iv]
Op. cit. p. 85
[v]
No deja de ser una anécdota interesante el hecho de que Foucault y Sartre,
juntos, participaran en numerosos actos de protesta entre los años 60 y 70. A pesar de las
diferencias filosóficas y la crítica de Foucault al humanismo existencialista, la sujeción estructural no impediría ciertos márgenes para la elección del proyecto y el compromiso. La participación de ambos en las protestas de los 60 y 70 pondría de manifiesto la libertad (aunque circunstancial y limitada) propia de la condición humana.
Francisco del Río
Profesor de Filosofía
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