Negada la existencia de una
naturaleza humana común de la que participaría cada ser humano, y con ello
-como vengo exponiendo hasta ahora- me refiero a una naturaleza que fuese más
allá de los fundamentos biológicos o del genoma compartido, hoy no puede
aceptarse ninguna construcción teórica, ética o política, acerca de lo que el
ser humano debe ser o de los ideales que pueden inspirar su vida y la sociedad
que sea resultado de alguna de estas recurrentes teorías acerca de la
naturaleza humana. No puede ser posible la defensa de un modelo de sociedad y
de Estado sobre la base de unos individuos egoístas (el liberalismo), malos
(Maquiavelo), sometidos a leyes morales inmutables (el escolasticismo y el
catolicismo), buenos (Rousseau y algunos anarquismos). Tampoco como si el ser
humano fuese guiado por un alma, el fantasma de la máquina, el alma racional
que puede dirigir y organizar según sus criterios la vida humana y la sociedad
(Descartes y el racionalismo), ni es la página en blanco de algunos empiristas,
de cierta psicología (el conductismo y otras) y corrientes pedagógicas. Por
otra parte, los márgenes de decisión y de libertad, aunque fuertemente
condicionados por la propia constitución psico-biológica y las estructuras
sociales y simbólicas –como antes he
señalado-, no permiten que pueda aceptarse ningún tipo de determinismos
natural, social o histórico[i] como
explicación del ser humano y que sean la base de una propuesta de futuro de la
humanidad.
Los seres humanos comparten una
identidad social con el grupo en el que han sido socializados, una identidad que
ha sido forjada históricamente en el seno de una comunidad (pueblo, cultura o
Estado). Es así porque la estructura de las necesidades nos muestra unas
condiciones bastante similares y cuya forma de satisfacerlas en el seno de la
propia comunidad tenderán a homogeneizarse. En definitiva, son estrategias
adaptativas coincidentes en las que se utilizan los conocimientos adquiridos,
la ciencia y la técnica. Se comparte, por tanto, la cultura como forma eficaz
de adaptación al medio. Pero el contenido concreto que cada persona tenga que
darle esa estructura similar de las necesidades, más allá del modo de vida y de
lo que cada individuo interioriza de la propia cultura, tendrá sus
características particulares resultado de sus propias elecciones. Por eso sólo
podremos hablar de condición humana, una condición a la que somos arrojados
para elegir entre las oportunidades que el mundo en que vivimos, con sus limitaciones,
nos presenta. Desde esa frágil condición en que se encuentra cada individuo,
entre lo congénito y lo adquirido, cada existencia tendrá que ir forjando su
propia identidad.
Una vida razonable, conducida por
normas justas, o una vida buena orientada hacia la felicidad, tiene que
sustentarse en esa libertad que caracteriza a la existencia. Ninguna propuesta
moral o política puede eludir tampoco la presión estructural de las
circunstancias, los límites que imponen, pero las elecciones sobre el modelo de
vida buena, o en el ámbito político, sobre la organización social y el Estado,
no deja de ser una responsabilidad individual y de todos los miembros de la propia
comunidad. Las elecciones que cada persona va decidiendo responden a sus
propias convicciones, y estas son constantemente modificadas por nuevas
experiencias. Como señalaba Ortega, el proyecto humano está continuamente
rehaciéndose, de manera que el ser humano van siendo y des-siendo en un
proyecto inacabable, viviendo y reviviendo una realidad que siempre es móvil.
Las teorías éticas y las
propuestas filosófico-políticas que alimentan aspiraciones humanas no pueden
concebirse ni para un sujeto idéntico ni para una realidad estática. Pero más
allá de la estructuras están los individuos, las subjetividades que surgen con la
rebelión frente a las diferentes formas de dominio. Y son estas nuevas subjetividades quienes pueden aspirar al reconocimiento de la igual dignidad para todo ser humano, quienes pueden formular un futuro más humano y sustentable. Y a ser posible,
también, una vida más felicitante.
[i]
Althusser (1918-1990) sostenía que la historia es un proceso sin sujeto ni
fines cuyo motor son las fuerzas productivas y la lucha de clases determinada
por ellas. La historia no tiene sentido. Todos somos sujetos, marionetas de la
historia: bailamos al son de algo sin sentido.
Francisco del Río
Profesor de Filosofía
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