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martes, 30 de enero de 2018

El 30 de enero, fecha del aniversario del asesinato de Gandhi, se celebra el día escolar de la no violencia y la paz.


 Manifiesto leído en el IES Guadalentín


                                                                                           



                                   En el día escolar de la paz y la no violencia

Una vez más se celebra el aniversario de la muerte de Mohatmas Gandhi. En este homenaje queremos recordar y aprender de quien supo ver, con más claridad que ninguna otra persona, que la solución a los inevitables conflictos que surgen de la multiplicidad y complejidad de las relaciones humanas, si se pretende salvaguardar la dignidad humana, pasa inevitablemente por el respeto a la vida, a la vida humana; por lo que no cabe más alternativa para solucionar dichos conflictos que la búsqueda incansable de mecanismos que permitan una solución pacífica de los mismos.

En efecto, si decimos que el momento más elevado de la moralidad  se produce cuando un ser humano es capaz de entregar su vida por salvar la de otro y que la acción moral más repudiable, el momento más bajo de la moralidad, es aquél en el que alguien es capaz de quitar la vida a otro ser humano, nos encontramos que nuestra historia parece estar jalonada de muchos más momentos de este segundo caso que del primero. El siglo XX, con las guerras mundiales, el Gulag soviético, los campos de exterminio nazis, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, la muerte por hambruna en países empobrecidos, pobreza extrema, etc., que parecen prolongarse en este siglo XXI con un sombrío panorama, cuando menos, nos invita a la reflexión. ¿Qué ha pasado? ¿No hemos aprendido nada de las enseñanzas de Gandhi? 

Hemos dicho que el conflicto es inevitable. La ambición humana, la lucha por el poder, la defensa de intereses económicos, la satisfacción de deseos y también, por qué no, la exigencia de derechos, pueden acabar en situaciones conflictivas, colisionando entre sí desde perspectivas que se presentan a sí mismas como legítimas o justificadas. En la defensa de ellas, el recurso a la fuerza es inevitable. Hemos dicho la fuerza, sí la fuerza, pero la fuerza de la razón, la de la palabra, no la razón de la fuerza.

La fuerza de la razón es, en primer lugar, reconocer al otro, al oponente, como un igual, como un ser racional al que se está dispuesto a escuchar, con el que se pretende dialogar; pero también, y en segundo lugar, es hablar con veracidad y con honestidad; por último hacerlo sin coacciones y tratando de que nos entienda. El acuerdo podrá ser posible o no serlo. Pero ese debe ser el camino. La dificultad no debe desesperarnos y dejarnos abandonar al recurso fácil de buscar la superioridad y vencer, el recurso de la violencia. Existen más instrumentos. No sólo los tribunales de justicia propios del Estado de derecho.

En nuestros conflictos cotidianos también puede imponerse la sensatez, la razón. Se pueden arbitrar sistemas de mediación, grupos y personas neutrales ante los que nos comprometemos para acatar las decisiones que establezcan. Ya funcionan en diferentes ámbitos como los profesionales, de la actividad comercial y también empiezan a funcionar en ámbitos escolares; pero tienen que extenderse a todos los ámbitos de la vida social. Se trata de superar la violencia desde los niveles micro, los pequeños, los conflictos que nos surgen a diario, hasta aquellos otros en los que, ya desbordándonos, intervienen grupos sociales o sectores de población, hasta llegar a los propios países o diferentes culturas. Incluso las civilizaciones. Se trata, decíamos, de avanzar hacia la paz perpetua de la que nos hablaba el filósofo ilustrado I. Kant. Es verdad que hablar de relaciones pacíficas en un mundo que parece en guerra permanente puede sonar algo ilusorio, pero el camino de la utopía que nos indicó el filósofo y el propio Gandhi, nos señala el horizonte hacia el que tenemos que avanzar.

El avance hacia ese horizonte serán pasos graduales en la disminución de la violencia y más específicamente de la violencia política, tanto a nivel interno, en la de cada Estado, como en el de las relaciones internacionales. En primer lugar, en nuestro propio país, como en cualquier país, debemos construir una sociedad justa, respetuosa con la multiculturalidad y administrada por un Estado social y democrático de derecho.

Pero la violencia va más allá de las pretensiones en nuestras propias sociedades. No se puede hablar de paz si las necesidades básicas no están cubiertas. Si la distribución de la riqueza impide que haya seres humanos, en cualquier lugar del mundo, que puedan satisfacer sus necesidades básicas y desarrollar sus capacidades, ello es otro tipo de violencia, la violencia estructural. Superar la violencia, también en este nivel, significa un reparto de la riqueza tal que, para cualquier persona, en cualquier país, nadie se vea impedido de tener los recursos que le permitan la misma esperanza de vida que en  los países más desarrollados y gozar de las mismas oportunidades que les permitan la puesta en práctica de las propias capacidades.

Por último, también se necesitaría una federación de pueblos libremente constituida y a la que se subordinaran los diferentes estados nacionales a fin de mediar en las diferencias que entre ellos pudieran surgir. Esta federación y sus tribunales, democráticamente constituidos, estarían dotados de poder, en el terreno jurídico, económico y político, suficiente como para dirimir los conflictos interestatales, corrigiendo y superando la actual estructura y funcionamiento de la ONU.

Para solucionar cualquier conflicto, por tanto, es necesaria la fuerza, la fuerza de la razón, que no es pasividad -como decía Gandhi- sino invitando a la palabra, al diálogo, o, llegado el caso, recurriendo a las instancias que arbitren soluciones que obliguen a las partes en conflicto. Pero también, frente a la injusta agresión, estructural o directa, racista o de género, ideológica o de clase, cuando las palabras ya no sirven, es resistencia pacífica, no violenta, resistencia en la denuncia, en difundir la situación, en concitar apoyos, en dar una respuesta colectiva y solidaria, en conseguir que el derecho esté con el débil, con el agredido. Ese fue el mensaje de Gandhi, esa fue su lucha y su vida. Por eso, hoy –y terminamos- lo decimos con él, “no hay caminos para la paz, la paz es el camino”. 


Francisco del Río
Profesor de Filosofía




viernes, 8 de diciembre de 2017

Patriotismo republicano en una España plurinacional


Artículo publicado en Rebelión 


Patriotismo republicano en una España plurinacional

La visión uninacional que se impuso tras la guerra civil y que permaneció con la restauración borbónica sigue contando con el apoyo de las fuerzas políticas que sostienen el régimen del 78. Los símbolos de aquel modelo de España también concitan apoyos importantes entre la población. Pero no por ello deja de mostrar cierto declive y desafección en los territorios periféricos y entre sectores de la población que ya no entienden muy bien qué se está haciendo con la comunidad en la que viven y qué España debe proyectarse hacia el futuro.

En efecto, a la crisis territorial evidenciada ahora con el conflicto catalán se ha unido el importante incremento de las desigualdades sociales –que sitúan a España con el mayor índice de Europa- y la pérdida de soberanía en favor de instituciones europeas o como consecuencia de la firma de tratados internacionales como el CETA (u otros, como sucederá con el TTIP). Además, las políticas de ajuste y el adelgazamiento de los servicios públicos, debilitando el ya insuficiente Estado del bienestar, la pérdida de calidad del trabajo asalariado unido a la importante fuga de capitales hacia paraísos fiscales protagonizado por las élites,  nos devuelve la pregunta –una vez más- que ya inquietaba a finales del XIX: ¿qué es España?

No es suficiente apelar a los símbolos tradicionales y la religión tampoco otorga ahora el papel conformador en lo ideológico que ha servido desde el 39. A pesar de la euforia del momento expresado en el rechazo al secesionismo, el problema sigue estando presente y vivido con preocupación. Las propuestas sobre el modelo de país que se necesita tendrán que replantearse si se quiere entrar en un horizonte de futuro que la ciudadanía asuma como un proyecto propio.

Las corrientes conservadoras y liberales (PP, C´s y, en lo fundamental, también el PSOE), no ofrecen más perspectiva que el mantenimiento del statu quo económico y político que ha interesado a las élites (el régimen del 78) y la inserción en el proceso de unificación –globalización- económica de los mercados y la cesión de soberanía en favor de ellos. Así, las instituciones políticas del Estado solo le interesan como garantes del funcionamiento del sistema. Para ello, además, incrementan el control ideológico y represivo en todos los ámbitos de la vida social (incluidas la redes), sustentado también desde la práctica totalidad de los medios de comunicación.

En esta situación, el republicanismo democrático puede tener una importancia decisiva en la reconfiguración del Estado y del sentido de pertenencia de la ciudadanía. Los pensadores de esta corriente filosófico-política han propuesto la configuración del Estado sobre la base de tres grandes ideas, que difieren de las defendidas por el liberalismo: la noción de libertad como autodeterminación, la importancia de las virtudes cívicas y una defensa de la democracia como participación y compromiso ciudadano.

El sentido republicano de la libertad no es el sentido negativo que le otorga el liberalismo, que lo reduce solo a la no interferencia del Estado o de otros en el ejercicio de los derechos individuales; sino que, al contrario, para el republicanismo, la libertad necesita de la ley, de la regulación estatal que favorezca la independencia y la capacidad decisoria en los ámbitos económicos, civiles y políticos de toda la ciudadanía. Es la libertad entendida como no dependencia de relaciones serviles, patrocinios o de relaciones de dominio personal o estructural; libertad como autodeterminación. El Estado, en consecuencia,  tiene que establecer los dispositivos institucionales y legales necesarios que garanticen a la ciudadanía los derechos elementales a la existencia, a la seguridad y la independencia civil. En la actualidad, la implantación de una Renta Básica Universal se adecuaría plenamente a estos objetivos. Esta defensa de la libertad que hace el republicanismo democrático tiene una doble dimensión: libertad real de los individuos amparada en el marco del Estado, y también la libertad del Estado frente a otros poderes (económico-financieros, de las élites, religiosos, grupos de presión, etc.) y a la injerencia de otros Estados u organismos supraestatales.

La libertad republicana fue planteada en la Grecia clásica con las reformas constitucionales de Efialtes-Pericles y también propuesta durante el periodo plebeyo de la Republica romana. Reapareció, más tarde, en el Renacimiento y tuvo especial importancia en el constitucionalismo norteamericano (Madison, Jefferson…) y en la Ilustración europea (Rousseau, Kant, Robespierre, Marat…, hasta en el propio K. Marx), donde ocupó  un lugar central en los planteamientos de la filosofía política y con notables diferencias respecto a  la visión liberal (Hobbes, Locke, Constant…). Finalmente, el concepto liberal de libertad, ya en el siglo XIX, acabaría siendo hegemónico. Pero lo que se mostrado  desde entonces, es que el modelo liberal de libertad, centrado en la protección de los derechos individuales y contrario a la intervención del Estado en la sociedad civil, ha generado que, consecuencia de la libre competencia, minorías poderosas se impongan sobre el resto para hacer prevalecer su voluntad y sus intereses; por lo que la autonomía que permite la independencia económica  ha sido y es un privilegio de minoritarios sectores de población. Para las mayorías (mujeres, empleados, migrantes, personas sin empleo o en situación de pobreza, etc.)se ha tornado en una práctica difícil poder evitar la intromisión y las relaciones de dependencia o subordinación. Para ellas, la libertad es un ejercicio limitado.

El segundo aspecto que hemos señalado como propio del republicanismo democrático es la promoción de las virtudes cívicas. No se trata de que el Estado promueva ninguna concepción del bien ni que oriente en un modelo determinado de vida moral. Se trata de fomentar virtudes relacionadas con la justicia y la fraternidad, las que puede aceptar cualquier ser racional que sea imparcial. El republicanismo defiende la necesidad de ciudadanos comprometidos con su comunidad, que puedan participar activamente en política y corresponsabilizarse de las obligaciones que ello comporta. Para hacer factible el ejercicio de las virtudes cívicas, como el republicanismo ha propuesto, es condición previa la independencia económica y civil que permite la formación de opinión y la  libre participación en los procesos de deliberación y toma de decisiones. Y para una corresponsabilidad equitativa y libremente asumida con las obligaciones de la comunidad, se hace también necesario que el Estado funcione con un sistema fiscal justo.

Respecto a qué se entiende por democracia, el autogobierno de la comunidad, a lo que tanta importancia concedieron los pensadores republicanos, no es suficiente con los mecanismos de representación. La democracia tiene que fortalecerse profundizando en la participación e introduciendo fórmulas de democracia directa. En la actualidad, dada la complejidad y pluralidad de nuestra sociedad, se hace necesario, para el acercamiento y la toma de decisiones por la ciudadanía, la descentralización del Estado, fortaleciendo –entre otras- las instituciones municipales y las territoriales de las naciones y pueblos que integran el Estado.  Esta descentralización tiene que ir acompañada de otras medidas jurídico-legales que fortalezcan la participación y la democracia. Entre ellas, un sistema proporcional justo y aquellas que aproximen al representante –en cualquier instancia- con el representado, como la rendición de cuentas, la revocabilidad de cargos en caso de incumplimientos, la rotación y desprofesionalización política, incluyendo topes salariales para cargos públicos (más ajustados a la realidad socioeconómica del representado) y la eliminación de privilegios económicos y jurídicos,  así como la inhabilitación para cargo público ante cualquier tipo de corruptela. Las formas de democracia directa hoy pueden verse favorecidas por el establecimiento de referéndums vinculantes y formas de teledemocracia. También tendría que incluirse la obligatoriedad de consultas previas a las instituciones y mecanismo de coordinación social que componen la sociedad civil y la apertura de procesos deliberativos participativos.

En los planteamientos del republicanismo se produjeron confluencias y también diferencias en otros temas, pero fueron estos tres señalados los que se abordaron con mayor intensidad por el republicanismo democrático (o plebeyo) en particular y que hoy tienen plena actualidad.

Más allá de apelaciones a símbolos que hoy todavía remiten en gran medida al pasado y a una visión uninacional, y a la que algunos se aferran para tapar otros intereses, los símbolos (los que sean, todos) tienen que identificar a la patria republicana, que es la gente, la patria donde todas las personas pueden ejercer la ciudadanía como personas libres, la del respeto a la diversidad y a la fraternidad entre los pueblos y naciones, la de la justicia de sus normas. Esa España, con una ciudadanía comprometida, es la España policéntrica que tenemos que construir.


Francisco del Río Sánchez
Profesor de filosofía




sábado, 16 de septiembre de 2017

La crítica a la noción liberal de libertad desde el pensamiento republicano actual (III).


La crítica a la noción liberal de libertad de Philip Pettit



Philip Pettit, al igual que Skinner, identifica como similares los criterios de Constant y Berlin, tanto en lo que respecta a la libertad negativa como a la libertad positiva. Libertad negativa sería aquella en la que el individuo se encuentra libre de interferencias de otros para perseguir actividades que, inserto en una cultura apropiada, es capaz de alcanzar sin la ayuda de otros, mientras que la libertad positiva (de los antiguos, en Constant), la define como participación en la autodeterminación colectiva de la comunidad[i]. El liberalismo se ha ‘preocupado por la libertad negativa; constituyendo una doctrina según la cual el Estado debería adoptar la forma que permita que la libertad negativa sea respetada o realizada al máximo dentro de la sociedad.

A Pettit le parece objetable la forma en que el liberalismo entiende la libertad, fundamentalmente, por dos cuestiones. En primer lugar, porque si un liberal se preocupa por la libertad como no interferencia, verá la ley en sí misma como una forma de invasión de la libertad, y que esta solo podrá estar justificada por las agresiones que previene o para inhibir otras interferencias. Para el liberalismo, por tanto, la ley es contemplada como una invasión de la libertad.

Pero Pettit añade una segunda cuestión. Una persona sometida a esclavitud pudiera no sufrir interferencia de su amo, pero no con eso ese sujeto goza de libertad. En general, la no interferencia no evita que se pueda estar sometido a la voluntad arbitraria de otro, o vivir a merced de otro. Por otro lado, la no interferencia tampoco da cuenta de determinadas obligaciones, como pagar impuestos al Estado sin que los inspectores interfieran a voluntad..

El problema del liberalismo es que ha retomado la formulación de Hobbes de la libertad negativa, como no interferencia y no coerción de la ley, olvidando aspectos sustanciales presentes tanto en Roma como en el propio Maquiavelo. En Roma, donde Pettit sitúa el inicio del enfoque republicano, se trataba de preservar al ciudadano de la esclavitud o la dominación, no contra la no interferencia. Y Maquiavelo también planteaba la oposición entre libertad y servidumbre, considerando la sujeción a la tiranía y a la colonización como formas de esclavitud. Y según Pettit, esto ha sido una constante en la tradición republicana, considerando como el gran mal  la exposición a la voluntad arbitraria de otro, o vivir a merced de otro[ii].

Respecto a la ley, lejos de ser considerada una interferencia, son las leyes quienes crean la libertad de la que disfrutan los ciudadanos. Así, en Roma, ciudadano es aquel que goza de la protección jurídica otorgada por las leyes y las instituciones, por lo que el aspecto básico de la civitas es el Estado de derecho. Esta visión republicana, según la cual las leyes crean la libertad del pueblo, tiene sentido si se considera la libertad como no dominación; es decir, si la leyes pueden proteger al pueblo de la dominación sin que introduzcan ninguna nueva fuerza dominante. En el republicanismo, ciudadanía y libertad serían equivalente, y el reto según Pettit, sería mostrar hasta qué punto las instituciones del mundo real pueden materializar los ideales de democracia y libertad convirtiéndolos en rasgos de la vida social.





[i] Liberalismo y republicanismo. En Nuevas ideas republicanas. Op. cit
[ii] Liberalismo y republicanismo. En Nuevas ideas republicanas. Op. cit


Francisco del Río Sánchez
Profesor de Filosofía

domingo, 27 de agosto de 2017

La crítica a la noción liberal de libertad desde el pensamiento republicano actual (II).


La crítica a la noción liberal de libertad de Quentin Skinner

I. Berlin sostenía, en su ensayo “Dos conceptos de libertad”[i], que la libertad negativa “se expresa como la exigencia directa del mayor grado de no interferencia compatible con el mínimo de requisitos necesarios para la vida social”. Para Skinner, este sentido negativo de libertad -antes de que fuera definido por I. Berlin- se encontraba en la tradición liberal desde Hobbes, Betham, Locke. Para dicha tradición, según Skinner, “la presencia de la libertad está marcada por la ausencia de alguna otra cosa; específicamente, por la ausencia de cierto grado de coerción que le impida al agente ser capaz de actuar en pos de sus propios fines, ser capaz de buscar distintas opciones, o al menos ser capaz de elegir entre diversas alternativas”[ii]. Desde entonces, el debate entre los partidarios de esta concepción negativa de la libertad giraría en torno a quiénes se consideran agentes, qué se considerarán como impedimentos, o qué libertades debe gozar el agente para ser considerado libre. A Skinner le parece claramente  insuficiente. Principalmente por el rechazo entre los seguidores de esta tradición de dos tesis sobre la libertad política: la primera de las tesis es la que relaciona la libertad con el autogobierno. Como sostiene CH. Taylor “solo podemos ser libres en una sociedad con cierta forma canónica que incorpore la noción de un autogobierno”[iii] y, en consecuencia, una vida dedicada al servicio público y al cultivo de las virtudes cívicas necesarias para participar en la vida política. La segunda tesis establece que tal vez deban obligarnos a ser libres, vinculando la libertad individual con los conceptos de restricción y coerción; es decir, que el cumplimiento de los deberes públicos sería indispensable para conservar nuestra propia libertad.

Aunque para los partidarios modernos de la libertad negativa ninguno de estos argumentos se relacionan con la libertad, pues entienden que la libertad social o de acción debe depender de la capacidad propia para maximizar el área dentro de la cual puede reclamarse inmunidad, incluido a prestar servicios a la comunidad, a Skinner  le parece un rechazo apresurado y poco convincente; como lo es la otra alternativa que Berlin denominaba libertad positiva. Según este sentido, se trataría de que el sujeto pueda tener el control sobre su propia vida y sus propias decisiones, que no dependa de fuerzas exteriores y relaciones de subordinación y que asuma un proyecto moral para toda la comunidad. Es decir, el autogobierno en general y como poder de participación directa en el poder soberano. Esto supondría en la práctica que se obligue al agente a que persiga determinados objetivos o fines. Y, como Berlin pretende demostrar, habría desembocado en diferentes formas de totalitarismo.

Volviendo entonces al sentido negativo de libertad, si el liberalismo rechaza las paradojas antes expuestas, como sucede con los autores contemporáneos, su concepto de libertad queda reducido a aquellos aspectos relacionados con el interés personal y los derechos individuales, vaciando de contenido el espacio público. En definitiva, es una sociedad basada exclusivamente en la mano invisible y en la que la fuerza o la amenaza de fuerza es la única constricción que interfiere con la libertad de los individuos. Pero el liberalismo olvida una diferencia importante entre lo que es sufrir una constricción y estar en una situación de dependencia. Si la no interferencia queda reducida a evitar que alguien, si quiere, pueda constreñir a otros a hacer lo que no quieren hacer, o a impedir lo que querrían hacer y tienen capacidad para hacerlo, la dependencia o ser dependientes es vivir en condiciones tales en las que alguien puede, si quiere, obligar a quien se encentra en dicha situación a hacer algo que no quiere hacer o impedir que pueda hacer lo que querría hacer y tiene capacidad para ello. Ser libres, entonces, para Skinner, no solo es no estar constreñidos, sino también no ser dependientes de la voluntad arbitraria de otros individuos.

Así, además, fue entendido por el republicanismo neorromano,  tradición de pensamiento que, plantea Skinner, en la que pueden conciliarse las dos paradojas con una teoría negativa de la  libertad. Desde esta tradición se relaciona libertad social con autogobierno y en consecuencia vinculan la idea de libertad personal con la de servicio público virtuoso; por lo que ”tal vez deban obligarnos a cultivar las virtudes cívicas, y en consecuencia el disfrute de nuestra libertad personal debe ser el producto de la coerción y la restricción”[iv]; es decir, estar sometida a los poderes coercitivos de la ley.

En definitiva, para Skinner la superación del liberalismo sin aceptar el sentido positivo de libertad sería una teoría según la cual si se desea maximizar la propia libertad individual, es necesario hacerse cargo del espacio público y la partición política, con medidas de control sobre los representantes; es decir, mejorando la calidad de la democracia. Como señalaba la visión republicana: “a menos que pongamos nuestros deberes por delante de nuestros derechos, debemos esperar un cercenamiento de estos últimos.”[v]




[i] Berlin, I. (1969/1993) Cuatro ensayos sobre la libertad. Alianza Editorial. Madrid.
[ii] Las paradojas de la libertad de la libertad política (Q. Skinner). En Nuevas ideas republicanas. Ovejero, Gorgorella y Martí (2004).
[iii] Skinner toma esta cita de Charles Taylor en Las paradojas de la libertad política. Op. cit.
[iv] Las paradojas de la libertad política. Op. cit.
[v] Las paradojas de la libertad política. Op. cit.

Francisco del Río Sánchez
Profesor de Filosofía

jueves, 10 de agosto de 2017

La crítica a la noción liberal de libertad desde el pensamiento republicano actual (I).



Introducción


Los estudios recientes sobre el republicanismo han mostrado cierta confluencia en torno a tres ideas presentes en dicha tradición filosófico-política: la crítica a la noción liberal de libertad, la importancia de las virtudes cívicas y una defensa de la democracia como participación y compromiso ciudadano.

En este primer trabajo voy a centrarme en la crítica a la noción liberal de libertad tal como ha sido formulada por los más reputados comentaristas republicanos. Entre ellos también se producen matices diferentes en dicha crítica y que intentaré contrastar con la libertad republicana que el republicanismo democrático ha defendido.

Aclaro que entiendo por republicanismo democrático aquella línea de pensamiento republicano que trata de incluir a toda la comunidad en el ejercicio de la ciudadanía y de las libertades frente a otra concepción republicana más preocupada por la participación política de aquellos sectores de población que reúnen las condiciones económicas adecuadas para ejercer la ciudadanía y la libertad política. Ambas coincidirían en la  importancia del valor de las virtudes cívicas y el autogobierno de la comunidad. Así, dos líneas de pensamiento –no siempre bien delimitadas- se abrirían en el republicanismo. Aparecen ya representadas en la Grecia clásica en las propuestas de Efialtes-Pericles, notoriamente diferentes a las defendidas por Aristóteles, o en la Roma republicana, donde plebeyos y patricios -también Catilina y Cicerón- mantuvieron concepciones republicanas enfrentadas. El republicanismo, con estas diferencias, reaparece en el Renacimiento, en el constitucionalismo americano y en la Ilustración europea.[i]

En el reverdecer de los estudios acerca del republicanismo que se ha producido en la actualidad, no siempre se ha tenido en cuenta esta singularidad. Probablemente se haya debido al intento de encontrar nexos comunes a toda la tradición republicana, con los que enfrentar al pensamiento liberal, el que no se haya diferenciado entre las dos líneas de pensamiento republicano.

Entre los más conocidos estudiosos del republicanismo se encuentran J. G. A. Pocok, Q. Skinner, P. Pettit, M. Sandel, J. Habermas y otros, como las contribuciones de V. Parijs. Ellos analizaron como una de las ideas centrales del republicanismo la idea de libertad en clara oposición a la representada por el liberalismo. En general entienden como noción liberal de libertad aquella que ha sido  planteada como no interferencia o, también, libertad negativa, tal como había sido popularizada por I. Berlin en los años 60, pero que ya se encontraba presente en Benjamin Constant a principios del XIX, aunque la denominase libertad individual o libertad de los modernos, por oposición a la libertad política o libertad de los antiguos.



[i] Véase el excelente estudio de A. Doménech “El eclipse de la fraternidad”.


Francisco del Río Sánchez
Profesor de Filosofía

sábado, 1 de abril de 2017

En el aniversario del final de la Guerra Civil, la República como forma de Estado continúa siendo la aspiración consecuente de un demócrata.



                                                                     
Último bando de guerra firmado por el general golpista F. Franco.
(Hacer clic sobre la foto para ampliar)


El 1 de abril de 1939 se se dio por finalizada la Guerra Civil iniciada con el golpe de Estado dirigido por el general Franco. Tras el último bando militar (ver foto) sufrimos la larga noche (36 años) de la dictadura franquista. Finalmente, con la desaparición física del dictador en 1975, los acontecimientos parecían anunciar que el régimen vivía sus últimos días. Pero se inició entonces un proceso de transición que en el que, en lo esencial, el viejo dictador había dejado “todo atado y bien atado”. La Monarquía impuesta por el general Franco como forma de Estado dio continuidad a la hegemonía del bando de los ganadores de la fraticida guerra.

Conducida por los sectores que dominaban el aparato de Estado, desde el Movimiento Nacional se produjo el acercamiento hacia las principales fuerzas políticas, organizadas en la débil oposición, para alcanzar un pacto que permitiera unas elecciones homologadas en Europa. A tal fin se introdujeron las reformas necesarias sin que supusieran la ruptura con el régimen fascista anterior. La transición continuó con las elecciones de 1977 y, finalmente, con el referéndum que permitió la aprobación de la Constitución en 1978.

Los sectores sociales dominantes en la anterior etapa continuaron su situación privilegiada en la naciente democracia. La forma Estado tuvo continuidad en la Monarquía centralista, manteniendo el poder oligárquico de las mismas minorías e imponiéndose un escrupuloso silencio sobre la represión y crímenes del pasado. Los aparatos del Estado y el poder judicial permanecieron intactos mientras se consolidaba una partitocracia, apoyada desde la propia constitución y la ley electoral, que permitiría el establecimiento de la clase política que garantizase el statuo quo económico, sin que pudiera desarrollarse el Estado del bienestar tal como había sucedido en los países que entonces conformaban el núcleo central de Europa. Los privilegios de la minoría dominante permanecieron intactos, aumentando su poder y la desigualdad económica en el país desde entonces. La Iglesia católica, aliada del régimen anterior, continuó su intromisión en la esfera del Estado sin apenas revisión.

Herederos de aquella transición, hoy, se vive un panorama desolador en todas las instituciones del Estado, a la par que aumenta la desigualdad social y la desafección de la población respecto al poder político. El exceso de poder acumulado por unos pocos, las minorías económicas y financieras (grandes empresas y bancos) y la clase política, ha acabado por sobrepasar los límites que el Estado de derecho impone. Desde la familia real, pasando por el Gobierno y los viejos partidos políticos del régimen del 78, la corrupción amenaza por cualquier esquina. No hay institución sobre la que no recaiga alguna sospecha y en los tribunales se acumulan las imputaciones. Hasta los sindicatos oficiales, que han sido un bastión importante para consolidar una política regresiva hacia las clases trabajadoras, se encuentran entre las instituciones beneficiadas por el Estado y encausadas por posibles corruptelas.

Aquel modelo de transición, y la Constitución resultante, pudo responder a la correlación de fuerzas existentes en aquellos entonces, pero hoy no representan a la mayoría de la población. Sólo una exigua minoría de la actual población viva participó en aquel referéndum que la aprobó. La monarquía, que aparecía escondida en el articulado del texto constitucional, impidiendo que la población pudiera pronunciarse sobre la forma de Estado, es decir, entre Monarquía o República, carece ya de la escasa legitimidad con la que nació.

En consecuencia, lo que hoy tendría que demandarse es la apertura de un proceso constituyente y la implantación de la República como forma de Estado. Es decir, dar fin a la continuidad del franquismo prolongado en la transición, en el modelo de sociedad y de Estado configurados desde entonces (el régimen del 78), para hacer realidad que la democracia sea el autogobierno del pueblo. Y esto es, simplemente, una aspiración de cualquiera que se considere demócrata.