Liberalismo y libertarismo.
El
liberalismo político entronizó el moderno Estado de derecho como aquél modelo
de Estado que garantizaría el respeto a las libertades individuales frente a
cualquier tipo de coacción o límite al ejercicio de ellas. La división de
poderes, propuesta por Montesquieu, tenía la finalidad de que actuaran de
contrapeso tratando de evitar cualquier situación de despotismo o injerencia en
los derechos y libertades ciudadanas. Otros ilustrados, como Rousseau,
entendieron que el Estado, además, tenía que propiciar la igualdad jurídica y
moral de todos los ciudadanos y garantizarla. También Kant, en su
opúsculo La paz perpetua (1795)[1], formuló
los principios sobre los que debía organizarse jurídicamente el Estado moderno,
a saber: libertad de cada miembro de la sociedad en tanto que ser humano,
principio de dependencia de todos respecto a una única legislación, en tanto
que súbditos, y principio de igualdad de todos los súbditos en tanto que
ciudadanos. Para preservar estos principios, Kant proponía que el soberano al
promulgar las leyes tendría que regirse por la fórmula “lo que no puede decidir
el pueblo sobre sí mismo y sus componentes, tampoco puede decidirlo el soberano
sobre el pueblo”. En general puede decirse que, para el liberalismo, el
reconocimiento formal y la protección de los derechos y libertades individuales
se producía para que las relaciones individuales y sociales, en las que
predominaba la búsqueda del interés propio y el lucro personal, se
establecieran sin la injerencia coactiva de las instituciones del Estado.
Pero
la relación entre individuo y Estado y la preeminencia ontológica del individuo
no quedó reducida a una única interpretación liberal. También durante los
siglos XVIII y XIX, en el ámbito anglosajón, se produjeron otros desarrollos
diferentes a la filosofía continental y, en particular, al formalismo kantiano
y al idealismo alemán. Siguiendo la estela del gran teórico del pensamiento
liberal, J. Locke (XVII), que ya había sostenido que el ser humano poseía unos
derechos naturales inalienables, como el derecho de propiedad, y que el Estado,
resultado del pacto alcanzado entre individuos propietarios, tenía la
función de garantizar, otros pensadores de la tradición liberal (A. Smith, D.
Hume, etc.), intentando amortiguar los excesos de un individualismo posesivo,
indagaron en los sentimientos sociales como fundamento de la moralidad, de
manera que el individuo en sociedad ya no fuera sólo un competidor que buscaba
maximizar su propio interés.
Con todo, la
elaboración más atenta a la importancia de los demás se produjo en la obra de
J. Stuar Mill. Como los utilitaristas, consideraba Stuart Mill que la felicidad
individual sólo sería posible en la medida en que se fomentara el
disfrute de los bienes para el mayor número de personas. Así, la utilidad
pública de los bienes, también surgía como consecuencia derivada de los
sentimientos humanos de simpatía. El sentimiento de justicia correspondiente,
expresado como imparcialidad e igualdad, así como respeto de los derechos legales
y morales de cada persona, harían posible el ejercicio de la libertad, que es
para S. Mill, precisamente, lo que define esencialmente al ser humano. Por
ello, la libertad individual, no como libre albedrío, sino como libertad
política y social es un bien en sí mismo, es el reconocimiento de la dignidad
del ser humano. La libertad individual, garantizada para todos los miembros de
la sociedad no tendría más límite que el respeto a la igual libertad de los
demás. Asistimos con S. Mill, por tanto, a una radicalización del liberalismo,
que empieza a tener en cuenta los poderes que en la sociedad pueden yugular el
ejercicio real de la libertad. No puede soslayarse el hecho de que no todo
individuo accede a la libertad social y política, y que las garantías jurídicas
del Estado dejan sin cobertura en la práctica a los individuos que carecen de
de las condiciones adecuadas, a los que pertenecen a las clases trabajadoras.
El liberalismo más
consecuente, radical o libertario, se va ideológicamente configurando a los
largo del siglo XIX en abierta confrontación con el liberalismo clásico.
Entre los objetivos que el Estado liberal tenía que preservar, además de la
protección de la vida, la seguridad ciudadana o el comercio, se encontraba
primordialmente el derecho de propiedad, considerado desde Locke como derecho
natural. Pero para los pensadores libertarios, era la propiedad privada sobre
los medios de producción el origen de la desigualdad social que sumía en la
exclusión social a sectores mayoritarios de la población. La población
trabajadora, sin acceso real a la propiedad, se veía forzada a vender la fuerza
de trabajo en el proceso de producción a cambio de un salario que lo reducía a
condiciones miserables de existencia. El individuo, en esas condiciones, quedaba
despojado de lo que esencialmente le caracterizaba: la libertad. El trabajo
asalariado imponía una esclavitud que colisionaba con el principio libertario
de que el trabajo debe ser libremente realizado y controlado por los propios
productores.
En este siglo, algunos
pensadores oscilaron del liberalismo al libertarismo, como Pi y Margall y Henry
George, preocupados en superar la propiedad privada a favor de la propiedad
colectiva o de la posesión de tierras, evitando así la desigualdad y favorecer
el progreso social y la libertad. Otros, más decididamente libertarios, como
Proudhon o Bakunin, mantuvieron diferencias teóricas con K. Marx, quien hizo
del libertarismo (al menos en la interpretación humanista, especialmente en la
obra anterior a las Tesis sobre Feurbach)[2],una filosofía propia y dependiente de su
concepción diléctico-materialista de la historia. Aunque existían notables
diferencias entre ellos respecto al Estado, proponiendo en unos casos la
descentralización, la instauración de un Estado proletario previo a su
extinción en otros o, también, la destrucción revolucionaria del mismo; en
general asumían la necesidad de alcanzar una asociación libre de productores,
una vez eliminadas las clases sociales y todo tipo de poder social, como modelo
de sociedad donde la libertad sustancial de ser humano pudiera realizarse.
Entre el liberalismo y el
liberalismo, por tanto, competían dos imágenes de la vida en sociedad. Para el
liberalismo, la sociedad sería el lugar de encuentro donde los individuos
libremente acuerdan relaciones entre sí y que el Estado, como órgano neutral,
tiene que velar por su funcionamiento garantizando el respeto a las
libertades individuales; y además supone que la consecución del interés propio
se convertirá en la fuente de progreso. O, una vez radicalizado el
liberalismo, para el libertarismo, la sociedad estaría formada por el conjunto
de relaciones sociales que surgen por necesidad propia de los seres humanos,
pero que, históricamente, ha dado lugar a una trama estructural que impide el
ejercicio real de la libertad para amplios sectores de la población. El poder
político, el Estado, serían las instituciones que sostendrían el sistema
social; por tanto, el Estado es considerado como el aparato de poder de las
clases dominantes.
Francisco del Río Sánchez
Profesor de Filosofía
[1] Ed. Tecnos. Edición 6ª, 1998. Sección segunda.
[2] También cabe una ontología social
y de carácter histórico determinista, especialmente en la obra posterior a las
tesis sobre Feuerbach. Pero también es discutible que sea así según otras
interpretaciones de El Capital y obras posteriores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario