3.- Las minorías
y el ejercicio de sus funciones.
Durante
varias décadas del siglo pasado, entre la élite de los saberes filosóficos que
contribuyeron al sostenimiento de la actividad y las investigaciones
filosóficas se encontraron dos grandes maestros que compartieron como misma
matriz filosófica la fenomenología existencial, a saber, M. Heidegger y J.P.
Sartre. Nadie duda en reconocerles tal condición dentro de la comunidad
filosófica. Pero fuera de ella y en relación a la sociedad, ¿compartían el mismo nivel de integración, reconocimiento o de
interacción identificable por el hecho de pertenecer a la minoría selecta que
cultivaba el saber filosófico? Sabemos que no. Por ello la función social de
ambos fue bien diferente. No por cultivar el magisterio filosófico, que ambos
se reconocían, les llevaba más allá del estudio e interés en sus respectivas
obras.
Se puede
objetar que, en el caso de los filósofos citados, la relación sostenida por
cada uno de ellos con la sociedad de su tiempo fue debida a las consecuencias
de su propia filosofía. En cuanto a la ontología heideggeriana se refiere,
porque la carencia de valor de la
voluntad, y por tanto del ser humano como
sujeto, significa la renuncia a la ética. Aunque sea un ente
privilegiado (sólo él puede formularse la pregunta que interroga por el
sentido del ser), no deja de ser un ente entre los entes. El ser, en
cuanto acontecer del ente, marcará el destino de cada época. A la postre, al
ser humano sólo le cabe esperar el destino del ser. “Pues, en efecto, de
acuerdo con ese destino, lo que tiene
que hacer el hombre en cuanto existente es guardar la verdad del ser. El hombre
es el pastor del ser. Esto es lo único
que pretende pensar Ser y Tiempo cuando experimenta la existencia
extática como <cuidado>”, escribe Heidegger en Carta sobre el
humanismo (p. 39).
Por el contrario, en Sartre, la conciencia es
siempre conciencia de algo. Remite a su objeto, el en si, que es macizo
y estático, completo. Pero la conciencia, ser para sí, o sea, presente a sí
misma, es indeterminada por vacío del en sí, se dirige siempre a un ser que no
es ella misma. Lo posible es aquello de lo que carece el para sí para ser en
sí. Sobre esta carencia del para sí, funda la posibilidad de la libertad. Así,
esta nada abocada a las cosas que es la conciencia humana, permite entender su
esencial libertad. El ser humano, estando obligado a ser libre, buscará
realizarse (el para sí desea ser) mediante el
compromiso, “…el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es
proyectándose y perdiéndose fuera de sí mismo como hace existir al hombre y,
por otra parte, es persiguiendo fines trascendentales como puede existir; el
hombre siendo este rebasamiento mismo y no captando los objetos sino con
relación a este rebasamiento, está en el corazón y en el centro de este rebasamiento (…)
Humanismo porque recordamos al hombre
que no hay otro legislador que él mismo,
y que es en el desamparo donde decidirá sobre sí mismo, y porque mostramos que
no es volviendo hacia sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es
tal o cual liberación, tal o cual realización particular, como el hombre se
realizará precisamente en cuanto humano.” (El existencialismo es un
humanismo (p.85-6) La ética, bajo el imperativo de la libertad, será la
consecuencia necesaria e inmediata.
Algún
heideggeriano podrá argumentar que la inutilidad de la moral y de la acción
política no significa que tenga que aceptarse, aunque sea por cuestiones
estéticas, la degradación y humillación de unos seres humanos por otros, la
insensibilidad frente a las injusticias. Ciertamente; el propio Heidegger lo
llega a reconocer pocas líneas antes en la obra citada[1].
Y eso es justamente lo escandaloso de la actitud de Heidegger con la Alemania
nazi. La grandeza de su filosofía no le eximía de la responsabilidad de
denunciar la violación sistemática de los derechos humanos, la degradación
total de la dignidad humana y el genocidio perpetrado en los campos de
concentración. Menos aún su implicación con el régimen aceptando el rectorado y
el carnet del partido
nacional-socialista. Posición bien distinta fue la sostenida por Sartre, quien
preso por los nazis, contribuyó activamente en la Resistencia francesa. Su
compromiso con la sociedad pudo apreciarse en el apoyo decidido a los movimientos
emancipatorios de los 60, con el Tribunal Russell contra las guerras y
genocidios, etc. Sirvan estas muestras para observar la desigual relación e
identificación con la problemática de la sociedad de su tiempo por parte de
ambos filósofos.
Con esto volvemos
a plantear la cuestión de las minorías selectas respecto al conjunto de la
sociedad. Heidegger y Sartre pudieron ser reconocidos como parte de la élite
del mundo filosófico y como tal, gozaron
del prestigio inherente a su condición de grandes maestros. Pero nada
indica que puedan compartir conciencia
de alguna identidad común respecto a la
sociedad fuera del ámbito académico y filosófico. Más aun, si ahora de lo que
se trata es de pretender una función social dirigente, con una serie de
objetivos, y todo ello compartido por las élites de actividades
socio-profesionales diversas, incluyendo por supuesto las consideradas de mayor
contenido intelectual y artístico, la empresa parece errar de destinatario a no
ser que los planteamientos vayan en otra dirección más deudora de lo que es el
ejercicio del poder por sostener y compartir intereses comunes.
Pero Ortega
no desconoce el que puedan existir motivaciones diversas en quiénes puedan ser
consideradas personalidades calificadas y reconocidas por su excelencia. Si ser
hombre masa es “ser como todo el mundo”, o lo que es lo mismo, estar sometido a
las pautas propias del proceso de socialización como está instituido, no sería
difícil, en rigor sería lo más fácil, hacer dejación en muchos instantes de la vida
del esfuerzo y exigencia que significa ser minoría selecta. De esta manera,
podrían comprenderse actitudes que no se ajustaran a esa radical dicotomía.
Así, Ortega no tendría ningún problema a la hora de catalogar quién ejerce con
su responsabilidad como personalidad egregia, y cuando hace dejación de ella
comportándose como masa. Algo de esto sería lo que, a juicio de Ortega, podría
haberle ocurrido a una de las pocas personalidades egregias que, en La
rebelión de las masas, señala como propias de su tiempo: A. Einstein[2].
Ocho años más tarde (1.937), en su ensayo Sobre el pacifismo, y ante el
posicionamiento de Einstein favorable a la legalidad republicana frente al
golpe de Estado propiciado por los militares y de claro matiz fascista, con
apoyo alemán e italiano durante la guerra civil, Ortega le quita burdamente el
reconocimiento anterior: “Hace unos días Alberto Einstein se ha creído con
“derecho“ a opinar sobre la guerra civil española y tomar posición ante ella.
Ahora bien: Alberto Einstein usufructúa una ignorancia radical sobre lo que ha
pasado en España ahora, hace siglos y
siempre. El espíritu que le lleva a esta insolente intervención es el mismo que
desde hace mucho tiempo viene causando el desprestigio universal del hombre intelectual, el cual, a
su vez, hace que hoy vaya el mundo a la deriva, falto de pouvoir spirituel”.
(RM, 236,). Siguiendo esta curiosa manera de proceder de quien no ha tenido reparo en escribir, analizar y
opinar sobre el acontecer de otros países europeos[3],
se podrían hacer cábalas acerca de bajo qué categoría englobaría la actitud y
el comportamiento bajo el dominio nazi sobre Europa de M. Heidegger (filonazi)
o J.P. Sartre (proizquierdista) .
Tan fácil es
vivir como todo el mundo, aceptar el hecho de la masificación y situarse en el
nivel del hombre masa, o lo que es lo mismo, no realizar ningún esfuerzo y
exigencia personal, tal como la vida en sociedad se ofrece desde principios del
siglo XX [4]–según
Ortega-, como difícil no abandonarse en algún instante de las actitudes que
caben esperar de quien es tenido por excelente. Así, quién, cuándo y por qué se
es excelente, personalidad egregia o selecto miembro de una minoría que tenía
por destino prevenir el ”vaciado de proyectos, anticipaciones e ideales” (RM,
92) a que nos ha conducido el utopismo progresista de la Ilustración, sigue
siendo una incógnita. Que la anterior debiera haber sido la tarea de las
minorías selectas, una tarea de la que la que –según Ortega- habrían desertado,
no resuelve la duda de si ese peculiar y minoritario sujeto de la historia
española[5]
alguna vez existió.
Francisco del Río.
Profesor de Filosofía.
[1] Escrita en 1947,
precisamente el año de los procesos de
Nuremberg, no antes
[2] “…esto requiere un
esfuerzo de unificación, cada vez más difícil, que cada vez complica regiones
más vastas del saber total. Newton pudo crear su sistema físico sin saber mucha
filosofía, pero Einstein ha necesitado saturarse de Kant y de Mach para poder
llegar a su aguda síntesis. Kant y Mach –con estos nombres se simboliza sólo la
masa enorme de pensamientos filosóficos y psicológicos que han influido en
Einstein- han servido para liberar la mente de éste y dejarle la vía
franca hacia su innovación” (RM, 143).
[3]
Tampoco la lectura de este ensayo, Sobre el pacifismo, habría sido del
agrado de los intelectuales pacifistas ingleses. Si además alguno de ellos es
republicano, su perplejidad iría en aumento con el Prólogo para franceses,
donde tras detenerse en la ceremonia de coronación y el simbolismo que
representa, Ortega exaltaría las virtudes de la Monarquía inglesa (RM,61-2).
[4]
Extraña la “percepción” de ese “mundo” orteguiano. Pero pretender pasar por
análisis social de la década de los veinte del siglo pasado en nuestro país o,
por decirlo con las palabras de Ortega “facción de nuestra época que es visible
con los ojos de la cara”, “el hecho de la aglomeración, del lleno” y que
describe: “Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos.
Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés,
llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los
médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy
extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que
antes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio”
(RM,66), es una exageración propia de un carácter elitista o el sueño
visionario de un urbano aristócrata acerca de cómo llegarán a estar las
ciudades y playas en el cambio de milenio.
[5]
Ortega sostendrá que en la historia de otros países europeos, Inglaterra,
Francia o Alemania especialmente, sí puede hablarse de la presencia de minorías
que habrían sido las protagonistas del superior desarrollo de la modernidad en
sus propios países.
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